Una palabra amiga

Jesús: no solo un maestro, sino el Salvador del mundo

Si pregunto: ¿Cuál es la enseñanza más importante de Jesús?, muchos responden que la principal enseñanza de Jesús es el único mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Jesús dijo, y la Iglesia enseña, que todos los demás mandamientos se resumen en esos dos. Además, en su discurso sobre el juicio final, Jesús explicó que el juicio versaría sobre el auxilio prestado al prójimo en necesidad: si dimos de comer al hambriento, si dimos posada al migrante, si atendimos al enfermo. Para muchos, Jesús es un maestro que nos enseñó a hacer el bien, a tratar a nuestros semejantes como queremos que nos traten, a vivir rectamente. Eso es cierto, pero pienso que está incompleto.

También puedo preguntar: ¿Cuál fue la obra más importante de Jesús? Cuando pregunto por la obra más importante de Jesús y no por la enseñanza más importante de Jesús, quizá alguno responda que la obra más importante de Jesús fue enseñar a amarnos unos a otros. Pero lo que el Evangelio proclama y lo que la Iglesia celebra como la obra más importante de Jesús fue su muerte por nuestros pecados y su resurrección de entre los muertos. Ese es el núcleo del Evangelio; esa fue la misión principal de Jesús. Su enseñanza moral es importante, pero secundaria y subordinada a su obra principal.

Hoy san Pablo lo dice con toda contundencia y claridad:

«Les recuerdo el Evangelio que yo les prediqué y que ustedes aceptaron, y en el cual están firmes. Este Evangelio los salvará, si lo cumplen tal y como yo lo prediqué. De otro modo, habrán creído en vano».

¿Y en qué consiste?, ¿cuál es el contenido de ese Evangelio que san Pablo predicó?

«Les transmití, ante todo, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, como dicen las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce».

Para san Pablo, nuestra salvación no está en cumplir los mandamientos que Jesús enseñó (aunque el cumplimiento de esos mandamientos tiene su importancia y su lugar). Nuestra salvación depende, primeramente, de que aceptemos y creamos que Jesús murió por nuestros pecados y fue sepultado, que resucitó de entre los muertos y que los apóstoles fueron testigos de su resurrección. Esta enseñanza, dice Pablo, él mismo la recibió —se entiende, que la recibió de la Iglesia—. Aunque Cristo resucitado se le había aparecido también a él, recibió la fe de la Iglesia cuando fue bautizado en Damasco, después de haber visto a Cristo resucitado.

La obra más importante de Jesús fue su muerte y resurrección, expresión del amor de Dios por nosotros. Por eso, la celebración más importante de la Iglesia es la Semana Santa y, en concreto, el Triduo Pascual. En esos días conmemoramos este acontecimiento en el que Dios expresó su amor por nosotros, amor del que surge nuestra fe y nuestra salvación. Jesús es un maestro de moral, sin duda alguna; pero es, ante todo, un salvador que nos salva del pecado y de la muerte. Olvidar, arrinconar o tergiversar esa fe nos lleva a la perdición, dice san Pablo.

Examinemos esto en mayor detalle

Cristo murió crucificado en Jerusalén en tiempos de Poncio Pilato, como si fuera un malhechor. Ese es el hecho histórico que todos pudieron comprobar. También es un hecho histórico que fue sepultado. Que esa muerte fue para el perdón de los pecados, según enseñan las Escrituras, y que así nos mostró Dios su amor, es la interpretación de la fe.

Esa fue la interpretación que Jesús mismo le dio anticipadamente a su muerte cuando, en la Última Cena, tomó pan y dijo:

«Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Esta es mi Sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados».

¿En qué sentido y de qué manera la sangre de Cristo derramada en la cruz sirve para el perdón de nuestros pecados?

En cuanto que él, Hijo de Dios hecho hombre, como uno de nosotros, se solidarizó con nosotros y cargó sobre sí mismo en la cruz la expiación debida a nuestros pecados, equivocaciones y errores, de modo que nos capacitó para recibir de Dios, que nos ama gratuitamente, el perdón de nuestros pecados.

Porque, para que haya perdón, el pecador debe reconocer su pecado y asumir sobre sí parte del sufrimiento, del daño, del perjuicio que causó a otros con sus malas decisiones. Pero eso lo hizo Cristo por nosotros en la cruz, y de ese modo nos exoneró de la expiación personal, porque él cargó con el pecado del mundo y así nos capacitó para recibir gratuitamente el perdón.

Cristo fue sepultado como prueba de que su muerte fue real, no aparente ni ficticia.

¿Y qué quiere decir que al tercer día resucitó de entre los muertos, según las Escrituras, y se apareció a Pedro y luego a los Doce?

Es un hecho atestiguado por los Evangelios que, al tercer día después de su muerte y sepultura, el cadáver de Jesús no fue encontrado. Las mujeres de su entorno fueron a llorar a su tumba y la encontraron abierta y vacía. Pensaron que alguien había robado el cadáver. Se asustaron y se angustiaron. Pero ellas, luego Pedro, luego los Doce y luego muchas otras personas —hasta quinientas, dice san Pablo—, lo vieron vivo: Cristo se les apareció.

Jesucristo, en su humanidad, demostraba estar vivo después de la muerte. Su existencia ya no era como la que tuvo antes de la muerte. Era el mismo, pero aparecía y desaparecía, se hacía presente en habitaciones cerradas y se dejaba tocar. Parecía el mismo o cambiaba de semblante.

Y al final, aquellos primeros discípulos y los que hemos venido después hemos dado testimonio hasta nuestros días de que Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre como nosotros, estrenó un nuevo modo de existencia humana: la vida con un cuerpo resucitado en Dios y desde Dios para siempre.

Cuando creemos eso y nos hacemos bautizar y comemos su Cuerpo en la Eucaristía, nos unimos a él y nosotros también podemos compartir la victoria sobre la muerte para vivir en Dios desde ahora y para siempre. Esa es la salvación que Cristo trajo al mundo.

¿Y los mandamientos?

Son la consecuencia de esta salvación. Si el perdón de Dios sana nuestra libertad, necesitamos una luz y una guía para que nuestra libertad tome decisiones constructivas y no se pierda de nuevo en malas acciones.

Los mandamientos educan nuestra libertad para elegir el bien, para vivir como hijos de Dios y para agradecer a Dios, con nuestras buenas obras, la misericordia que ha tenido con nosotros. Esta es la fe que nos salva también a nosotros, si colocamos nuestra vida bajo su luz.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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