Comentario al Evangelio del VI Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C
El Evangelio de este domingo nos presenta el pasaje de las Bienaventuranzas. Pero, ¿quiénes son los bienaventurados? ¿Acaso personas excepcionalmente santas? ¿Aquellos que han realizado milagros? La enseñanza de Jesús nos ofrece una visión distinta: la bienaventuranza no se define por un estado externo, sino que atraviesa el interior de cada persona.
Lucas nos revela algo profundo: las Bienaventuranzas son un autorretrato de Jesús. Ser bienaventurado significa entrar en la historia de Cristo, compartir su camino. En la versión de Lucas encontramos cuatro promesas y cuatro advertencias, un contraste que ya marca una diferencia con el relato de Mateo.
En este Evangelio, Jesús no habla desde la montaña, sino desde una llanura. Sin embargo, antes de este momento, Lucas menciona que Jesús había subido al monte para orar y elegir a sus discípulos. Este detalle no es menor: recuerda la escena del Sinaí, cuando Dios selló su alianza con su pueblo. Ahora, en Jesús, se renueva este pacto, donde Dios elige a sus seguidores y ellos responden a su llamado.
Pero tras la elección viene la llanura. Este lugar tiene un significado simbólico. En la vida de fe, al principio hay entusiasmo, un fervor inicial que enciende el corazón. Sin embargo, con el tiempo llega la etapa de la llanura, ese período en el que la emoción se apaga y la fe se vuelve un acto de decisión. Como en el camino del pueblo de Israel por el desierto, es allí donde se prueba la fidelidad, donde se aprende a confiar.
Aquí surge la gran elección. Cuando la pasión inicial se desvanece y el camino parece monótono, se pone a prueba lo más profundo del corazón. Es entonces cuando, como decía Santa Teresita, podemos decir: «No sé si puedo decir que creo, pero quiero creer». La fe no es solo un sentimiento pasajero, sino una decisión de permanecer.
Las Bienaventuranzas, en este sentido, nos muestran el verdadero significado de creer. No se trata de una promesa de éxito inmediato o de una vida sin dificultades. Creer implica morir y resucitar con Cristo, entrar en su historia, asumir su mismo destino.
El Evangelio nos recuerda que Jesús no nos deja solos en esta travesía. En el pasaje, se dice: Καὶ καταβὰς μετ’ αὐτῶν ἔστη ἐπὶ τόπου πεδινοῦ (Y descendiendo con ellos, se detuvo en un lugar llano) (v. 17). Este «con ellos» es clave: Jesús desciende a la llanura, camina con sus discípulos, permanece junto a ellos en los momentos en que la fe parece desdibujarse.
En esta llanura hay tanto hebreos como paganos, personas que vienen de distintas regiones. Esto nos dice que la invitación de Jesús no es exclusiva de un pueblo o una tradición heredada. Seguirlo es una decisión personal, no una costumbre transmitida por la familia o el ambiente.
Jesús no promete un camino fácil, pero sí es claro en lo que significa seguirlo. No vende ilusiones. La primera bienaventuranza comienza con las palabras: ἐπάρας τοὺς ὀφθαλμοὺς αὐτοῦ εἰς τοὺς μαθητάς (levantando sus ojos hacia sus discípulos) (v. 20). Este gesto es significativo, porque Jesús suele levantar los ojos al dirigirse al Padre. Su mirada expresa la presencia del Espíritu Santo, el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo.
Jesús nos mira con ese mismo amor penetrante con el que contempla al Padre. Nos invita a participar en esa relación, a ser parte de la comunión con Dios.
La palabra que usa para bienaventurados es μακάριοι (makárioi), que en el mundo helenista podía referirse a seres divinizados. Pero en el lenguaje evangélico, makários expresa una felicidad más profunda, distinta de las alegrías superficiales e inmediatas.
Jesús nos muestra que en nuestro interior hay dos niveles: uno, donde buscamos el éxito, el bienestar y las satisfacciones rápidas; y otro, más profundo, donde experimentamos la verdadera bienaventuranza. Esta última no depende de circunstancias externas, sino de una comunión íntima con Dios, un estado del alma que nos sostiene incluso en el sufrimiento.
Esta es la bienaventuranza de la que habla Jesús: la certeza de su presencia en nuestra vida, la fuerza que nos permite atravesar la pobreza, el hambre, el llanto.
No se trata de glorificar el dolor, sino de descubrir que incluso en los momentos más difíciles Dios está con nosotros, guiándonos hacia la resurrección.
Jesús nos advierte también sobre la posibilidad de tomar otro camino: el de los falsos profetas. Su «¡Ay de ustedes!» no es una amenaza, sino una advertencia llena de tristeza. Es el lamento de quien ve a sus hijos alejarse del verdadero camino, el dolor de ver a quienes prefieren quedarse en la comodidad de una vida sin cruz.
Las Bienaventuranzas de Lucas son, en el fondo, una invitación a la libertad. Nos enseñan a no vivir esclavos de la búsqueda de placer inmediato, sino a descubrir la alegría más grande: la de caminar con Cristo. Él es el verdadero liberador, el que nos acompaña en la llanura, en la prueba, en la entrega total de nuestra vida.