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Una palabra amiga

El desafío del amor cristiano: más allá de la justicia, hacia la misericordia

Jesucristo, además de ser nuestro Salvador, fue también nuestro maestro de ética y moral. La salvación que Cristo nos da consiste en el perdón de los pecados, en la regeneración como hijos de Dios y en la promesa de vida eterna; estos son dones de Dios que recibimos a través de la fe y los sacramentos en la Iglesia. Pero esa transformación interior debe manifestarse en la conducta exterior. Por eso, Jesús enseñó ampliamente qué criterios debemos emplear y qué normas debemos seguir para regular nuestra conducta como hijos de Dios.

Los mandamientos nos ayudan a crecer en humanidad y en santidad, al guiarnos para que libremente elijamos conductas constructivas y no destructivas.

El pasaje del Evangelio que acabamos de leer y escuchar es sumamente exigente y nos permite atisbar a qué grado de sublimidad en la conducta nos convoca Jesús. Podemos asegurar que, en muchos casos, el criterio y la norma de conducta que Jesús propone contrastan con los criterios de conducta de este mundo. Ya la primera frase rompe todos los esquemas: «Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman». La palabra “amar” en esa frase no se refiere a sentimientos, sino a obras.

Difícilmente puede uno tener sentimientos de benevolencia hacia una persona que le hace daño, pero uno puede sobreponerse a los sentimientos de animadversión hacia quienes nos hacen daño, devolviendo bien por mal. El amor a los enemigos se expresa en obras: hagan el bien, bendigan, oren.

La primera lectura de hoy nos trae el ejemplo de quien llegaría a ser el rey David. El rey Saúl perseguía a David a muerte por envidia y celos. A David se le presentó la ocasión de matar a Saúl y no lo hizo. Durante la noche estuvo al lado de él sin que nadie se despertara, ni Saúl ni sus guardaespaldas. David solo se llevó la lanza y el jarro de agua que estaban junto a Saúl como prueba de que había estado a su lado y no le había hecho daño, no lo había matado. Ese fue un ejemplo de amor al enemigo.

Es legítimo buscar justicia, pero no lo es buscar venganza. Es legítimo buscar justicia para mantener el orden y el bien común social. La tolerancia del mal produce la degradación social. Por eso, las frases siguientes deben ser entendidas correctamente: «Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica». Creo que esas frases no se deben entender literalmente como una exhortación a aceptar el abuso y la prepotencia de los demás sin oponer resistencia. Estas frases entran en la misma categoría de aquellas otras de Jesús en las que ordena: «Si tu ojo derecho es ocasión de pecado para ti, arráncatelo y arrójalo lejos de ti; te conviene más perder uno de tus miembros que ser echado entero al fuego que no se apaga» (Mt 5, 29). La Iglesia nunca ha entendido esa orden de Jesús literalmente, de modo que se haya permitido la mutilación voluntaria por razones de pecado. Esa frase se ha entendido en sentido figurado, como una exhortación a la disciplina, a la ascesis y al gobierno del propio cuerpo.

Igualmente, creo que la exhortación a presentar la otra mejilla o a dejar que el ladrón o extorsionador se lleve el resto de los propios bienes debe entenderse en sentido figurado, pues la Iglesia nunca ha prohibido o censurado el recurso a la justicia cuando se sufre una agresión o un perjuicio. Estas expresiones son un mandato para refrenar la sed de venganza y, ante todo, para generar un ambiente y relaciones de gratuidad. Dios es gracia, favor y benevolencia hacia nosotros; nosotros también debemos actuar de tal manera que el favor, la gratuidad y la generosidad se conviertan en el clima social de nuestras relaciones humanas. Lo más opuesto a la gratuidad es la venganza. La justicia humana con frecuencia es imperfecta, incompleta y parcial. Pero tomarse la justicia por las propias manos por medio del linchamiento es un crimen. No se puede castigar con la muerte a quien cometió un robo en una tienda. Sobre todo, hay que confiar en la justicia divina.

Un mandamiento supremo de la enseñanza de Jesús, que también otros maestros anteriores a Él habían enseñado, es la así llamada “regla de oro”: «Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes». A nadie le gusta sufrir atropellos, insultos o despojos. Si no te gusta ser víctima de estos delitos, no los cometas tú tampoco. A todos nos gusta la amabilidad, el favor recibido, el apoyo en la necesidad. Ofrece a los otros los bienes que te gusta recibir. Pero Jesús todavía pide un poco más. No solo debemos tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran, sino que debemos ser aún más generosos: «Si ustedes aman solo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien solo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores». En el trato mutuo hay que ir más allá de la justicia —que no debe faltar nunca— para alcanzar la misericordia.

Jesús nos pone al mismo Dios como ejemplo: «Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso».

La misericordia no anula la justicia, la sobrepasa, pero no la anula. La misericordia no se debe entender como legitimación de la impunidad; la misericordia no nubla el entendimiento de modo que seamos incapaces de distinguir el bien del mal. Dios ejerce la misericordia sobre el pecador que se arrepiente para perdonarlo; pero Dios nunca perdona si no hay arrepentimiento y conversión. Dios está dispuesto a perdonar, y es esa voluntad de Dios de perdonar hasta los pecados más graves la que suscita el deseo de conversión, pero hay que reconocerse pecador y arrepentirse para experimentar la misericordia de Dios. En sentido positivo, la misericordia divina y la humana se expresan también en la voluntad de hacer el bien sin esperar recompensa. «Hagan el bien y presten sin esperar recompensa humana». Siempre es legítimo esperar la recompensa de Dios. De ahí la frase de Jesús:

«Perdonen, y serán perdonados por Dios. Den, y se les dará de parte de Dios. Recibirán de Dios una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos por Dios en el juicio final».

Estos son algunos mandamientos que Jesús nos da a quienes nos llamamos sus discípulos. Puesto que tenemos en nosotros al Espíritu Santo, Él ha sanado nuestra libertad, y la conciencia de su amor por nosotros es la motivación para actuar de un modo nuevo, más parecido al modo de actuar de Dios que al modo de actuar del pecador.

 

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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