Una palabra amiga

Del discernimiento a la fe

El evangelio está lleno de imágenes que encierran un profundo significado, y en este pasaje aparecen dos particularmente reveladoras: el ojo y el árbol. En la tradición hebrea, la palabra עין  (ʿayin) no solo significa «ojo», sino también «fuente» o «manantial». Esto sugiere una conexión entre la mirada y el corazón, como si el ojo fuera una ventana a lo más profundo del ser humano. De manera similar, el árbol exterioriza lo que permanece oculto bajo la tierra: su raíz. Así, tanto la mirada como el fruto de un árbol son manifestaciones visibles de una realidad interior.

El evangelista Lucas estructura este pasaje en tres momentos que nos invitan a un proceso de discernimiento. Primero, plantea la pregunta sobre la ceguera: ¿qué significa no ver? Luego, busca las causas de esa ceguera: ¿qué nos impide ver con domingoclaridad? En este punto, Jesús emplea la imagen del leño y la astilla—análogos a la viga y la paja—para ilustrar los obstáculos que distorsionan nuestra visión. Finalmente, la enseñanza culmina con la imagen del árbol y sus frutos, llevándonos a comprender que la verdadera visión consiste en aprender a reconocer la bondad o falsedad de lo que nos rodea.

Este camino pedagógico que propone Lucas está estrechamente ligado a la fe, pues en la Escritura «ver» no es solo un acto físico, sino una metáfora del acto de creer. En todo el Nuevo Testamento, la fe implica una transformación de la mirada, un aprender a ver de manera nueva. No es casualidad que el anuncio fundamental del Domingo de Pascua gire en torno a la visión del Resucitado. La palabra clave de ese mensaje en griego es ὀφθή (ophthē), que significa «ha sido visto». Más que una simple aparición, se trata de una manifestación deliberada: Cristo se deja ver.

Este acontecimiento es el núcleo de la fe cristiana. Creer es, en última instancia, ver al Señor, y esa visión es también la promesa última que nos aguarda en la plenitud del tiempo. En el fondo, la manifestación del Resucitado es el anticipo del destino final de la humanidad, cuando todos lo contemplaremos cara a cara. Con la resurrección, el final de la historia ya ha comenzado.

En este pasaje, Jesús habla de ciegos que guían a otros ciegos. Más allá de la imagen literal, el mensaje subraya dos aspectos esenciales. Primero, que la fe no es estática, sino un camino. En el griego original, la expresión utilizada indica que los ciegos no solo siguen a otros, sino que los conducen. La fe es, por tanto, un proceso, un acto de confianza que se construye día a día. Pero aquí surge una cuestión fundamental: ¿en quién confiamos? Si ponemos nuestra fe en un guía ciego, inevitablemente compartiremos su destino.

Esto nos lleva a otro punto clave: nadie es más que su maestro. ¿Quién es verdaderamente nuestro maestro? Todos seguimos a alguien, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Si no reflexionamos sobre quién nos guía, corremos el riesgo de dejarnos llevar por falsos maestros. Jesús nos advierte de la existencia de muchos engañadores que conducen a la oscuridad. Estos no son solo personas, sino también ideologías, pensamientos y emociones que nos ciegan.

Ante esto, debemos preguntarnos: ¿qué es lo que oscurece nuestra mirada? La ira, el resentimiento, la envidia, todas estas emociones nos impiden ver con claridad. Pero muchas veces estas cegueras provienen de heridas más profundas. En este punto, Jesús introduce la imagen del ojo herido por la astilla. Es una herida pequeña, pero suficiente para impedir la visión.

Aquí se hace evidente la necesidad de reconocer nuestras propias heridas y las de los demás. Para los primeros cristianos, que escuchaban este evangelio con el trasfondo de la pasión de Cristo, la referencia a la astilla tenía un significado implícito: la cruz. La cruz y la resurrección de Jesús son la clave para comprender este mensaje.

Cuando Jesús menciona «la astilla de la madera», no se trata solo de un fragmento cualquiera: es una alusión al madero en el que él mismo fue crucificado. Esto nos lleva a una revelación importante: no solo llevamos en nuestros ojos una herida, sino que, frente a nuestra mirada, está el Crucificado. El verdadero valor de nuestra existencia es la muerte de Cristo por nosotros. Pero, ¿nos damos cuenta de lo que tenemos ante los ojos? ¿Somos conscientes de que nuestra ceguera proviene precisamente de ignorar esta realidad? Nos apresuramos a criticar la mirada de los demás, sin reconocer que la única visión que nos permite ver con verdad es la del amor infinito de Cristo entregado en la cruz.

Frecuentemente, lo que nos molesta en los demás es aquello que no aceptamos en nosotros mismos. La astilla y la viga, la paja y el leño, están hechos de la misma materia. Nos irrita porque nos refleja, porque nos enfrenta a una realidad incómoda: Cristo ha muerto por nosotros y nos cuesta asumirlo. Nos molesta porque no lo vemos.

A partir de aquí, llegamos al tercer momento del texto: por sus frutos se reconoce el árbol. Jesús nos llama a discernir entre los frutos buenos y malos, a reconocer cuál es el árbol verdadero. La cruz, lejos de ser signo de muerte, es el árbol de la vida. Sin embargo, en el mundo hay muchos árboles y muchos frutos.

No basta con mirar, es necesario probar, examinar los frutos que nos ofrecen distintos caminos y preguntarnos: ¿qué produce en mí confiar en este árbol?

Podemos aplicar esta enseñanza a nuestra experiencia personal. Cuando surge un pensamiento en nuestra mente, debemos preguntarnos: ¿qué fruto deja en mi corazón? Si produce tristeza, lejanía de Dios, inquietud, si me divide interiormente, entonces es un fruto malo. Los maestros espirituales lo llamarían desolación. En cambio, el verdadero discernimiento consiste en elegir el árbol bueno, aquel que da frutos de vida y nos acerca al Maestro verdadero.

Fr. Luciano Audisio, OAR

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