Una palabra amiga

En el desierto con Jesús: la Cuaresma como camino de identidad y libertad

La Cuaresma ha comenzado, marcando un período que evoca los cuarenta días de la tradición bíblica. Este número tiene un valor simbólico, ya que alude a una duración extensa, capaz de poner a prueba la resistencia humana por su prolongación. En este tiempo de aparente pesadez, surge una encrucijada: la tentación se presenta y nos invita a tomar una decisión. Sin embargo, esta etapa también se convierte en una oportunidad para renovar nuestro sí al Señor.

El Evangelio ilumina el sentido profundo de la Cuaresma, iniciando con la presencia del Espíritu Santo. Tras el bautismo de Jesús, cuando el cielo se abrió y el Espíritu descendió, este mismo Espíritu lo guía hacia el desierto. El Espíritu Santo, vínculo de amor entre el Padre y el Hijo, es la vida íntima de la Trinidad, el Amor que abraza constantemente a Jesús y le recuerda su identidad como Hijo amado, tal como había proclamado la voz del Padre:

«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,17).

El desierto, aunque nos parezca un lugar hostil y árido, en hebreo se dice מִדְבָּר (midbar), que significa «desde donde viene la Palabra». En este espacio de silencio, donde se acallan las voces y los ruidos, la Palabra de Dios puede ser escuchada con claridad. Así, el desierto se transforma en un ámbito de discernimiento, donde aprendemos a reconocer la voz auténtica de Dios que revela nuestra identidad más profunda. La tradición hebrea enseña que Israel necesitó cuarenta años para interiorizar lo que se manifestó al cruzar el Mar Rojo: su identidad como Hijo de Dios, según Oseas:

«Desde Egipto he llamado a mi Hijo» (Os 11,1).

Este proceso no fue inmediato, pues en el desierto el pueblo fue tentado muchas veces, dudando del amor de Dios y temiendo haber sido abandonado. Sin embargo, este tiempo se convirtió en un período de noviazgo, en el cual aprendieron a distinguir entre la voz que siembra la desesperanza y la voz que reafirma su filiación divina.

Jesús recorre el mismo camino de Israel. Durante la Cuaresma, lo acompañamos en su travesía, enfrentando las tentaciones. Es crucial recordar que ser tentado no es pecado, ya que el mismo Jesús fue tentado. Lo que importa es nuestra respuesta. La tentación proviene del διάβολος (diábolos), el acusador, aquel que divide y nos separa de Dios, haciéndonos dudar de nuestra condición de hijos amados. No es casual que dos tentaciones comiencen con las palabras: «Si eres Hijo de Dios» (Mt 4,3.6), buscando minar la certeza de nuestra identidad.

La primera tentación, transformar piedras en pan, surge después del ayuno, cuando la fatiga se hace más intensa. La palabra hebrea para piedra, אבן (eben), se asemeja fonéticamente a hijo, בן (ben). Aquí se nos muestra el peligro de instrumentalizar a los demás para satisfacer nuestras propias necesidades, devorando a los otros en lugar de acogerlos como hermanos. La psicología revela que cuando no vivimos en gratitud, tendemos a eliminar al prójimo ya sea ignorándolo o absorbiéndolo.

La segunda tentación se refiere al poder, una seducción más intensa para Jesús como Mesías descendiente de David. El enemigo pide solo un pequeño gesto: postrarse. Sin embargo, la historia de la persecución cristiana muestra que ese acto aparentemente insignificante puede ser una traición profunda.

La tercera tentación es la más sutil, pues apela a la relación con Dios, incitando a Jesús a exigir una intervención divina espectacular. Esta actitud puede esconderse tras nuestras quejas cuando creemos que Dios no nos ha auxiliado como esperábamos.

El itinerario cuaresmal nos invita a atravesar este tiempo entre el Mar Rojo y el Jordán, para que se convierta en una fase de maduración y sedimentación de la experiencia fundante: el paso de la esclavitud a la libertad, del miedo a la confianza, de la duda a la certeza de que somos hijos amados por Dios.

 

Fr. Luciano Audisio, OAR

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