El pasaje evangélico de hoy resulta extraño para un domingo de Cuaresma, pues no parece centrar nuestra atención en Jesús. Su primera parte se encuentra solo en san Lucas; la parábola de la segunda parte se encuentra de algún modo en los otros evangelios. En la primera parte, se nos cuenta que un buen día unas personas le llevan a Jesús una noticia desconcertante: Pilato había mandado matar a unos galileos mientras estaban ofreciendo sus sacrificios en el templo de Jerusalén. Nunca se nos dice qué habían hecho esos galileos o qué crimen les imputaba Pilato para mandar su ejecución sin juicio. Es evidente que Pilato no respetó ni el espacio sagrado del templo ni el momento sacratísimo del culto para la ejecución. Pero a partir de la respuesta de Jesús, se puede pensar que los que llevaron la noticia a Jesús insinuaban que esos galileos serían culpables de algún crimen o delito gravísimo hasta el punto de que Dios había permitido que no se respetara para ellos la ley de santuario, de modo que habrían sido asesinados en el templo y mientras ofrecían el culto.
Pero Jesús no parece asombrarse de la noticia y desmiente el presupuesto de quienes le llevan la noticia. Esos galileos no eran culpables de un delito mayor que el que podría tener cualquier otro galileo. Las desgracias que le sobrevienen a una persona no son indicio de que sea más pecadora que las personas que no sufren ninguna adversidad. ¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que todos los demás galileos? Ciertamente que no. Y Jesús añade otro ejemplo por su cuenta. Recuerda un accidente en que habían muerto dieciocho personas al desplomarse una torre en Jerusalén. Esas personas tuvieron la mala suerte de estar debajo de la torre cuando se desplomó. No se puede deducir que esas personas tenían pecados más graves que los demás. Quienes quedan indemnes en esas catástrofes o accidentes son tan culpables como los demás. Si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante. Dos veces lo repite Jesús.
Por lo tanto, ante esas desgracias, tales como buses llenos de gente que se descarrilan y caen a un barranco; gente que muere atropellada en una estampida o en un incendio, víctimas de desastres naturales, no son más culpables ni tienen mayores pecados que el resto que quedan vivos. El comentario que corresponde ante esos incidentes no es: a saber qué habrían hecho para que les pasara eso. La reflexión que corresponde es: y si yo hubiera estado allí y me hubiera tocado, ¿hubiera estado preparado para dar cuentas de mi vida ante Dios? Esos accidentes y desgracias que les sobrevienen a otros deben ser acicate para reflexionar sobre la propia vida y arrepentirnos de los pecados grandes o pequeños que descubramos haber hecho. Si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante.
Y Jesús añade una parábola de una higuera estéril, cuyo dueño la quiere talar. Pero el agricultor le pide al dueño paciencia. La va a abonar y a cuidar para ver si da fruto. Jesucristo, como el agricultor, retrasa el juicio de Dios para darnos tiempo para que nos convirtamos y demos fruto de arrepentimiento y buenas obras. Eso es Cuaresma.
San Pablo realiza también una exhortación al arrepentimiento de otra manera. Él reflexiona sobre los acontecimientos maravillosos que experimentaron los israelitas cuando salieron de Egipto, que no les valieron para completar el viaje hasta la tierra prometida, sino que perecieron en el desierto. No quiero que olviden que en el desierto nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, todos cruzaron el mar Rojo y todos se sometieron a Moisés, por una especie de bautismo en la nube y en el mar. Todos comieron el mismo alimento milagroso y todos bebieron de la misma bebida espiritual, porque bebían de una roca espiritual que los acompañaba y la roca era Cristo. Aquellos israelitas experimentaron la presencia de Dios en la nube y se salvaron del faraón al cruzar de modo maravilloso el mar Rojo. Se puede decir que recibieron anticipadamente un bautismo como el nuestro. Igualmente participaron como por adelantado en la eucaristía, pues comer del maná y beber del agua de la roca era una comunión anticipada con Cristo. Pero a pesar de esas experiencias, murmuraron y criticaron a Dios en las adversidades, codiciaron y ambicionaron lo que no se debe. Lo mismo nos puede pasar a nosotros los cristianos. Todas estas cosas les sucedieron a nuestros antepasados como un ejemplo para nosotros. Así pues, el que crea estar firme, tenga cuidado de no caer. No nos fiemos de que hayamos recibido los sacramentos, de que venimos a la iglesia, de que rezamos a diario el rosario, si nuestra conducta no corresponde ni se ajusta a la voluntad de Dios, ya que guardamos rencores, alimentamos envidias, actuamos por codicia, nos embarga la lujuria, anidamos odios, exudamos violencia, crecemos en orgullo y aparentamos vanidad. Dios acepta nuestros ritos, sacramentos y actos piadosos, que no son superfluos, sino necesarios; pero deben ir acompañados de una vida recta, santa y honrada. Si no, no nos salvan. Por lo tanto, toca convertirse y volverse a la voluntad de Dios. Para eso está la Cuaresma.
La primera lectura se mueve en otro registro. Es la narración de la manifestación de Dios a Moisés y de la revelación de su nombre y de su voluntad salvadora. Moisés ha tenido que huir de la corte en Egipto y se ha exiliado en Madián. Allá se casó. Pastoreaba los rebaños de su suegro. Un buen día que llegó cerca del monte de Dios, una montaña sagrada, vio a la distancia un fenómeno extraño: un arbusto ardía, pero no se quemaba, no se consumía. Al acercarse a verlo más de cerca, Dios le habló. Se identificó como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Le manifestó sus intenciones de liberar a Israel de la esclavitud y el sufrimiento y de llevarlo a una tierra buena y espaciosa. Moisés sería el ejecutor de esta voluntad divina de salvación. En ese sentido, Moisés sería un precursor de Jesús, el ejecutor de la salvación
definitiva de Dios. Pero Moisés necesita conocer el nombre propio de Dios, el que revela su identidad. Él ha sido el Dios que acompañó a Abraham, a Isaac y Jacob, pero debe tener un nombre que revele quién es. Dios accede a la petición y revela su nombre, que significa YO SOY. Él es el Dios que era, que es y que será. Es el Dios que permanece, cuando todo pasa. Es el Dios que está siempre volcado hacia su pueblo para salvarlo. Es el Dios creador de todo cuanto existe y redentor del pecado y de la muerte. Es el Dios que envió a su Hijo a este mundo, para que todo el que crea en él resucite de entre los muertos y obtenga la vida eterna. Es el Dios que sostiene nuestra esperanza.