Una palabra amiga

Cuando Dios pidió permiso: la Anunciación según san Agustín

Cada 25 de marzo, la Iglesia celebra la Solemnidad de la Anunciación del Señor. No se trata solo del anuncio de un nacimiento, sino del acontecimiento en el que Dios mismo entra en la historia humana, asumiendo la carne en el seno de una mujer, en el seno de María. Esta fiesta es, en palabras de san Agustín, el momento en que María “concibió creyendo a quien alumbró creyendo” (Sermón 215, 4).

La fe que engendra

San Agustín subraya una verdad poderosa: la concepción de Cristo comienza en la mente y el corazón de María antes que en su cuerpo. Cuando el ángel Gabriel le anuncia el plan divino, María, con sencillez y profundidad, pregunta “cómo podrá ser eso”, no por incredulidad, sino porque no conoce varón. El ángel responde con una promesa que supera la lógica humana: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35).

Y entonces ocurre el milagro. María cree, y en ese acto de fe se realiza la Encarnación. Dice san Agustín: “Creyó María, y se cumplió en ella lo que creyó” (Sermón 215, 4). Es la fe la que abre la puerta a la acción de Dios.

Un nacimiento que desafía la razón

La forma en que san Agustín describe el misterio es desbordante y reverente:

“Estas cosas son maravillosas, porque son divinas; son inefables, porque son también inescrutables; la boca del hombre no es suficiente para explicarlas, porque tampoco lo es el corazón para investigarlas” (Sermón 215, 4).

Así nos recuerda que la Encarnación es un misterio que no se agota en explicaciones racionales. No se trata de entenderlo todo, sino de adentrarse en la fe con humildad, como María.

María, figura de la Iglesia

En su visión patrística, san Agustín establece un hermoso paralelismo entre María y la Iglesia:

“Nazca del Espíritu Santo y de una mujer virgen aquel en quien renacerá del Espíritu Santo la Iglesia, virgen también” (Sermón 215, 4).

Aquí, la maternidad virginal de María no solo es un signo de pureza, sino también de fecundidad espiritual, la misma que la Iglesia transmite a los creyentes a través de los sacramentos.

El abajamiento de Dios

Una de las líneas más conmovedoras del sermón es esta:

“Dios que permanece en Dios, el eterno que vive con el eterno, el Hijo igual al Padre, no desdeñó revestirse de la forma de siervo en beneficio de los siervos, reos y pecadores” (Sermón 215, 4).

Aquí se condensa toda la teología del abajamiento (kénosis). El Verbo eterno no vino por nuestros méritos —pues “merecíamos el castigo por nuestros pecados”— sino por amor gratuito. Este es el escándalo de la Encarnación: Dios haciéndose pequeño, Dios en pañales, Dios en el vientre de una virgen.

San Agustín lo proclama en otro lugar con la misma intensidad:

“¡Despierta, hombre! Por ti Dios se hizo hombre” (Sermón 185, 1).

Un misterio para creer… y vivir

La Anunciación no es solo un recuerdo de un hecho del pasado. San Agustín nos invita a hacer lo mismo que hizo María: creer para concebir espiritualmente a Cristo en nosotros. Como ella, podemos dar nuestro “sí” al plan de Dios, aunque no lo comprendamos del todo.

“Creamos también nosotros para que pueda sernos también provechoso lo que se cumplió” (Sermón 215, 4).

Esa es la clave: no basta con admirar el misterio; hay que entrar en él por la fe. Porque lo que en María se dio físicamente, en cada creyente puede acontecer espiritualmente.

En esta Solemnidad de la Anunciación recordemos las palabras de Agustín: “el Creador tomó la forma del siervo para salvar al siervo”. María creyó y concibió; que también nosotros, creyendo, dejemos que Cristo nazca en nuestras vidas.

Fr. Antonio Carrón de la Torre, OAR

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