Hoy se cumplen cinco años de una de las escenas más impactantes y conmovedoras de la historia reciente: el Papa Francisco caminando solo por la Plaza de San Pedro completamente vacía, en una tarde lluviosa y silenciosa, rezando por toda la humanidad. Era el 27 de marzo de 2020, en pleno confinamiento global por la pandemia de COVID-19. Millones de personas seguían la transmisión en directo desde sus casas, buscando consuelo, sentido y esperanza.
En medio de la incertidumbre, el Papa regaló al mundo un momento de oración en el que muchos encontraron alivio. Las palabras de Francisco resonaron en los corazones de creyentes y no creyentes por igual. Hoy, al recordar aquel momento, volvemos a escucharlas como una brújula para nuestra memoria y nuestro presente.
“Al atardecer… todo se oscureció”
Con estas palabras del Evangelio de Marcos (Mc 4,35), el Papa inició su reflexión:
“Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades… Nos encontramos asustados y perdidos.”
En plena pandemia, el Papa Francisco nos recordó nuestra fragilidad compartida. “Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca”, dijo, “todos frágiles y desorientados, pero importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos”.
La oración del Papa Francisco: una súplica por esperanza
En medio del dolor, el Papa Francisco no se limitó a describir el miedo, la fragilidad o el desánimo que nos envolvían. Fue más allá. Le dio la vuelta al sufrimiento, y con la fuerza del Evangelio nos invitó a mirar al Señor, a abrazar la cruz, a confiar en Él incluso en la tormenta. Nos recordó con claridad una verdad que sigue resonando con fuerza:
“Nadie se salva solo.”
En aquella oración, el Papa también puso nombre y rostro a la esperanza: la entrega silenciosa y generosa de tantos hombres y mujeres que, desde su lugar, sostuvieron al mundo cuando parecía que todo se derrumbaba. Personal sanitario, trabajadores esenciales, religiosas, sacerdotes, voluntarios… personas comunes, muchas veces invisibles. ¡Tantos santos de la puerta de al lado! Aquellos que, sin hacer ruido, con pequeños gestos cotidianos, fueron luz en la oscuridad.
Héroes anónimos que, sin saberlo, encarnaron el amor de Dios en medio del miedo, recordándonos que la esperanza se construye con manos concretas, con corazones disponibles, con vidas entregadas.
Un mensaje para no olvidar: “¿Por qué tenéis miedo?”
La fuerza de aquel mensaje sigue vigente cinco años después. No fue una simple homilía ni un acto simbólico: fue una palabra viva, pronunciada en el corazón de la tormenta, que aún hoy nos interpela.
“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”, preguntó Jesús a sus discípulos en medio del mar agitado.
El Papa Francisco hizo suyas esas palabras, y nos las dirigió a todos, como una llamada urgente a despertar, a confiar, a volver el corazón a Dios.
“Con Él a bordo… no se naufraga.”
En su oración, Francisco no solo consoló: nos invitó a volver a lo esencial. A redescubrir lo que de verdad sostiene nuestra vida cuando todo tambalea: la fe, la comunidad, la solidaridad. Nos animó a dejar atrás las falsas seguridades, las prisas vacías, las rutinas que anestesian el alma.
“Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados.
Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados.”
Aquel mensaje no caducó con el fin del confinamiento. Es una brújula para el camino. Una palabra que no debemos olvidar.
Cinco años después, ¿qué hemos aprendido?
Aquel día, el mundo paró… y también despertó. En medio del miedo, la soledad y la pérdida, algo profundo se encendió en millones de corazones: el deseo de volver a lo esencial, de cuidar a los demás, de confiar más allá de la tormenta. La voz del Papa Francisco, en aquella Plaza de San Pedro vacía, no fue solo una súplica: fue un eco del Evangelio que nos recordó que no estamos solos, que estamos en la misma barca.
Hoy, cinco años después, al volver a escuchar esa oración que marcó un hito en la historia espiritual del mundo, nos preguntamos:
¿Seguimos remando juntos?, ¿Hemos aprendido a vivir con más fe, más solidaridad, más compasión?
La memoria de esa tarde no es solo recuerdo: es llama viva, llama viva para la esperanza. En este Año Santo, miremos hacia atrás con gratitud y respeto. Recordemos a los que partieron, abracemos el dolor vivido y demos gracias a Dios por no habernos soltado de su mano. Porque, como dijo el sucesor de Pedro en aquella noche de lluvia y silencio:
“No tengáis miedo. Confiemos en el Señor. Porque con Él, la vida nunca muere.”
*Imágenes cedidas por: VaticanMedia.