Mons. Mario Alberto Molina, O.A.R., arzobispo emérito de la Arquidiócesis de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán, nos ofrece este comentario al Evangelio del V Domingo de Cuaresma (6 de abril de 2025, Ciclo C), en el que reflexiona sobre el escándalo del perdón a la luz del episodio de la mujer adúltera.
Un relato con historia errante
El pasaje que acabamos de escuchar se conoce como el de la mujer sorprendida en flagrante adulterio. Parece que este pasaje, desde antiguo, fue difícil de entender. Es un relato errante. Me explico. Actualmente, en nuestras Biblias, ese pasaje se imprime al principio del capítulo 8 del evangelio según san Juan. Pero esa es una especie puerto en el que finalmente atracó.
El pasaje es antiquísimo y hay testimonios de su existencia desde los tiempos apostólicos. Pero en los manuscritos más antiguos del evangelio según san Juan el pasaje no existe; otros lo ponen al final, como una especie de apéndice. Otras veces aparece en manuscritos del evangelio según san Lucas, y en verdad, el pasaje relata una historia de Jesús muy concorde con la imagen de Jesús que el evangelista Lucas nos trae.
Es indiscutible la antigüedad del relato. Tiene todas las características de relatar un hecho histórico de Jesús; pero que era un relato incómodo, que no se podía escamotear por ser verídico. Molestaba quizá que Jesús se mostrara tan magnánimo para desactivar la pena de muerte en que la mujer había incurrido y dejarla ir con un “ya no vuelvas a pecar”. No se podía descartar como un invento, pues había memoria de que sucedió. La historia fue transmitida con cierta autonomía y en diversos lugares hasta que encontró su lugar de transmisión al principio del capítulo 8 del evangelio según san Juan, aunque hubiera quedado mejor en el evangelio según san Lucas.
¿Por qué incomoda este relato?
¿Dónde está el malestar que produce el relato? En el final, pienso yo. Cuando Jesús confronta a los acusadores de la mujer y los invita a ejecutar la sentencia de muerte y que lance la primera piedra quien esté libre de pecado, todos, uno a uno, se retiran.
Hay que reconocer que aquellos hombres enardecidos también fueron honestos y examinaron su conciencia con transparencia y sin subterfugios. Qué pecados encontró cada uno de aquellos hombres en su corazón, solo Dios sabe. La cuestión es que al final quedaron solos la mujer y Jesús. Entonces el Señor se dirige a la mujer y le pregunta: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?”. Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y entonces Jesús pronuncia la sentencia escandalosa: “Tampoco yo te condeno”.
Pareciera que con esas palabras Jesús le quite importancia al pecado de adulterio, un delito que acarreaba la sentencia de muerte por lapidación. ¿Le quitaba Jesús gravedad a ese pecado? ¿Aprobaba Jesús la conducta de la mujer al declarar que no la condenaba? No, por supuesto que no. Pues cuando la despide le intima que no vuelva a pecar. Luego, lo que hizo la mujer fue pecado. El adulterio sigue siendo hoy un pecado gravísimo, sea que lo cometa el hombre o la mujer, pues es un pecado que vulnera, hiere, quebranta la fidelidad debida al cónyuge. El adulterio adquiere su gravedad en la injuria que causa a la lealtad y fidelidad que los cónyuges se deben entre sí. Es un atentado contra el matrimonio.
Jesús no justifica el pecado: ofrece oportunidad de conversión
Entonces, ¿qué fue lo que hizo Jesús y lo que quiso decir con aquello de que “tampoco yo te condeno”? El profeta Ezequiel pronunció de parte de Dios una sentencia que puede iluminar este pasaje: “Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (18,32; 33,11).
Dios ha renunciado a aplicación inmediata de la pena de muerte como remedio para el pecado, incluso de los gravísimos como el adulterio o el asesinato. Prefiere dar tiempo al arrepentimiento, a la conversión, a la enmienda, a la reparación cuando es posible, y darle así al culpable la posibilidad de comenzar una vida nueva.
Somos pecadores de nacimiento y crecer en santidad exige tiempo y paciencia. El pecador que no se arrepiente ni se convierte a pesar de la tregua que se le ofrece recibirá la condena a su debido tiempo. Dios no es el Señor de la impunidad y la injusticia. Pero la misericordia de Dios le da tiempo al pecador para que recapacite, asuma la gravedad del delito cometido, se arrepienta y realice obras de reparación, y así comience de nuevo.
Ese es el alcance del “yo tampoco te condeno” que pronuncia Jesús. Por eso añade: “Vete y no vuelvas a pecar”.
La conciencia de los acusadores
En tiempos de Jesús, el adulterio se imputaba solo a las mujeres, no a los hombres. Lo que no dejaba de ser una gran injusticia. Y esto también podía ser un motivo implícito en la actitud de Jesús. ¿Dónde estaba el hombre con quien la mujer estaba pecando cuando la atraparon? ¿No debía considerársele también culpable, aunque socialmente en aquel tiempo era inmune?
Por otra parte, Jesús corrió un gran riesgo cuando propuso a los hombres que le presentaron a la mujer atrapada en flagrante adulterio que tirara la primera piedra el que estuviera libre de pecado. Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer que estaba de pie junto a Él.
Jesús corrió el riesgo de fiarse de la conciencia de aquellos fariseos y escribas que le trajeron a la mujer para ponerlo a prueba y desafiarlo con una prescripción que estaba escrita en la Biblia, en el Pentateuco. Jesús puso así en evidencia que los acusadores de la mujer eran tan pecadores como ella, solo que el pecado de la mujer fue patente y el de ellos todavía no. Al escabullirse se reconocieron pecadores, aunque nunca sabremos de qué delitos. Jesús se fió de la conciencia de esos hombres, y obtuvo a su modo una confesión de pecado de parte de los acusadores de la mujer.
Todos somos pecadores y no nos corresponde erigirnos en jueces de los demás como si fuéramos inocentes. Pero todos debemos reconocernos pecadores y arrepentirnos.
Tiempo de paciencia, no de impunidad
La misericordia y la paciencia de Dios que Jesús pone en práctica en este episodio no deben confundirse con la impunidad, el dejar pasar, y menos todavía con la aprobación del pecado. La misericordia de Dios no es licencia para seguir pecando una y otra vez sin corregirnos, sobre todo cuando se trata de delitos graves y serios.
Fiarse de que Dios me perdonará y, por lo tanto, puedo seguir haciendo daño a los demás es una presunción y también un delito grave. Pero la Biblia señala que Dios es paciente y da tiempo al pecador para que se arrepienta (cf. Rm 2,4; 2Pe 3,9), no para que siga pecando.
El tiempo que parece de impunidad no es tal: es la paciencia de Dios que espera la conversión. El Dios que abre caminos en el desierto y hace que corran ríos en la tierra árida abre caminos al arrepentimiento y a la conversión.
El relato es una invitación a decir con san Pablo: “Me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo”. Ese camino es la paciencia misericordiosa de Dios.
Mons. Mario Alberto Molina, O.A.R.