Una palabra amiga

El Domingo: encuentro vivo con el Señor Resucitado

Todos los años, en el Segundo Domingo de Pascua, leemos el pasaje del evangelio según san Juan que relata las dos apariciones de Jesús a sus discípulos en Jerusalén. Un detalle del relato de las dos apariciones de Jesús es la fecha en que ocurren. Una aparición tuvo lugar en la tarde del día en que María Magdalena había descubierto que la tumba de Jesús estaba vacía; eso ocurrió el primer día de la semana, es decir, el día que hoy nosotros llamamos domingo. La segunda aparición tuvo lugar ocho días después, es decir, el domingo siguiente. El motivo de esta segunda aparición fue darle al apóstol Tomás la oportunidad de constatar con sus ojos la veracidad de la resurrección de Jesucristo.

Pregunto: ¿por qué esperó Jesús ocho días para ofrecer esa segunda aparición?

Antes de responder a esa pregunta me fijo en la segunda lectura de hoy. Narra también otra aparición de Jesús resucitado al vidente Juan, autor del libro del Apocalipsis. El apóstol nos narra las circunstancias en las que tuvo esa visión: estaba desterrado en la isla de Patmos por haber predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús. Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente. También esta visión tiene lugar el domingo. Hoy, pues, se nos cuentan tres apariciones de Jesús resucitado, y las tres tienen lugar un domingo. ¿Por qué? ¿Qué consecuencias tiene ese dato?

Con esas apariciones Jesús estableció el domingo como día para el encuentro con él. Puesto que la tumba de Jesús fue hallada vacía en la madrugada del domingo y las primeras apariciones tuvieron lugar en domingo, desde un principio el primer día de la semana adquirió un significado especial para los cristianos. Así como los judíos observaban el sábado como día de descanso laboral para dedicarlo al culto a Dios, los cristianos comenzaron a reunirse para celebrar la eucaristía los domingos para celebrar la resurrección del Señor y, con el tiempo, transfirieron a ese día el precepto del sábado judío.

El domingo fue desde entonces el día en que se dejan de lado las ocupaciones ordinarias para hacer tiempo para Dios y celebrar la victoria de Cristo resucitado sobre la muerte.

Inicialmente la misa se celebraba solo los domingos. Con el tiempo también se extendió la costumbre de celebrarla los días de semana. Pero, aunque la eucaristía se celebre todos los días de la semana, el domingo sigue siendo un día singular y especial. Es día que nos da identidad y por eso los católicos tenemos la obligación grave de participar en la misa, si se celebra en un lugar al que uno pueda llegar fácilmente. Pero incluso si no es posible participar en la misa, porque no hay sacerdote que la celebre en alguna iglesia cercana a la propia casa, la comunidad debe reunirse para celebrar la liturgia de la Palabra, en la que, también, en el mejor de los casos, se distribuye la comunión. No es válido el argumento que a veces escucho: yo no puedo ir a misa el domingo, pero voy el miércoles. El precepto no manda participar en la misa una vez a la semana, sino santificar el domingo con la participación en la eucaristía o al menos con la participación en una liturgia de la Palabra.

Pero las lecturas nos plantean otra pregunta. ¿También nosotros, cuando participamos en la celebración del domingo, nos encontramos con Jesús resucitado? ¿Sale Jesús a nuestro encuentro el domingo, como ocurrió con los apóstoles en la noche del día de la resurrección, con Tomás ocho días después y con el vidente Juan en la isla de Patmos? Mi respuesta es un rotundo sí. Jesucristo viene a nuestro encuentro, no del mismo modo, no por medio de una visión, pero con la misma realidad de su presencia. Pero me temo que muchas veces estamos entretenidos en otras cosas y no nos damos cuenta.

Ciertamente la misa es el sacramento que reúne a la comunidad que la celebra, pero el referente es Cristo, no la comunidad. Ciertamente el desarrollo del rito requiere la participación de diversos ministros, pero el protagonista es Cristo; no lo es ni el sacerdote ni los lectores ni el coro ni los acólitos, ni los ministros ni los monitores. No somos actores para que nos vean; somos ministros para ayudarnos a encontrar a Jesucristo. Él no impone su presencia, y por eso es fácil prestar atención a otras personas o cosas. Cada uno debe venir a la misa preparado para encontrarse primero y ante todo con Dios y con Jesucristo, sostenidos por el Espíritu Santo. Al inicio de la misa debiera reinar el silencio, que ayuda a la concentración, y no la prueba de sonidos y avisos que distraen.

El momento de la paz no es la ocasión para dar pésames o felicitar cumpleaños, sino para desearnos la paz y el perdón de Dios, pues vamos a recibir la comunión un momento después.

En la misa hay diversas oraciones, algunas breves, otras más largas. Las pronuncia el sacerdote. Pero debe hacerlo de modo que dé la oportunidad a quienes están oyendo la oración de unirse interiormente, mentalmente, a esa oración que él recita. Jesús resucitado viene a nuestro encuentro, primero, en la Palabra que se nos lee. El lector debe leer de tal modo que la lectura se entienda sin necesidad de explicaciones previas; pero que destaque la lectura, no el lector. En la misa cantamos. Pero la letra y la melodía del canto deben ayudarnos a elevar la mente y el corazón a Dios, no a entretenernos y menos todavía tiene el propósito de darle alegría al cuerpo con un ritmo vibrante. Los cantos de la misa debieran tomarse de los salmos, pues ya la letra de los salmos nos ayuda a rezar y a elevar la mente a Dios. Jesucristo viene y se hace presente bajo las especies de pan y de vino. Allí se realiza la segunda presencia de Jesucristo, más densa todavía que su presencia a través de la Palabra. Cristo está real y verdaderamente presente en lo que parece pan y parece vino después de la consagración. Por eso, incluso si una persona no comulga, ya tiene un encuentro con Jesucristo al adorarlo en la santa hostia.

No es obligación comulgar en cada misa, sobre todo si uno reconoce que no está en condiciones espirituales para ello. Pero para quien comulga, su encuentro con Jesús será de tal grado que llegará a formar un solo Cuerpo con Cristo resucitado.

Valoremos, pues, el domingo como día de encuentro con el Señor Jesús resucitado, y hagamos lo posible por participar con la mente puesta en él.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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