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Pentecostés: el Espíritu Santo nos transforma en hijos de Dios

Mons. Mario Alberto Molina, O.A.R., arzobispo emérito de la Arquidiócesis de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán, nos ofrece una reflexión luminosa en este Domingo de Pentecostés. Nos recuerda que el Espíritu Santo es el vínculo entre la resurrección de Cristo y nuestra salvación actual, constituyéndonos en Iglesia y haciéndonos hijos de Dios.

Pentecostés: cumbre del tiempo pascual

La solemnidad de Pentecostés marca el término y la cima del tiempo pascual. Jesús cumple su promesa: ruega al Padre para enviar el Espíritu Santo, que permanece con nosotros y comunica los frutos de su muerte y resurrección.

La gran pregunta es: ¿cómo llegan hasta nosotros, hoy, los beneficios de la cruz y la resurrección de Cristo? La respuesta es clara: por la acción del Espíritu Santo, que transmite el perdón de los pecados y la vida eterna, reuniéndonos en la Iglesia mediante la fe y los sacramentos.

¿Quién es el Espíritu Santo?

El Espíritu Santo es Dios actuando en nosotros.

  • Conocemos al Padre como el Dios creador invocado por Jesús.

  • Conocemos al Hijo como Dios hecho hombre, que vivió, murió y resucitó por nosotros.

  • Conocemos al Espíritu Santo como Dios en nosotros, que nos diviniza desde dentro, haciéndonos hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la vida eterna.

El Espíritu que actuó en Jesús desde su encarnación hasta su resurrección, es el mismo que, enviado por el Padre y el Hijo glorificado, habita en nuestros corazones.

La Iglesia, primer fruto de Pentecostés

Jesús prometió al Espíritu Santo como el otro Paráclito. Según el evangelio de san Juan, sopló sobre los discípulos para darles la capacidad de perdonar pecados y enviarlos al mundo. Según los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu Santo descendió en Pentecostés sobre los discípulos y la Virgen María, constituyéndolos en Iglesia.

La Iglesia es, por tanto, fruto del Espíritu. No es una creación humana, sino don de Dios que congrega a creyentes de todos los pueblos, lenguas y culturas.

El Evangelio para todos los pueblos

Pentecostés era una fiesta de peregrinación a Jerusalén, y ese día había hombres y mujeres de diversas naciones. Todos escucharon hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. El Espíritu anticipaba que el Evangelio sería proclamado en todas las lenguas y culturas. La Iglesia es universal por naturaleza: católica en su misión y vocación.

Transformados en hijos de Dios

El segundo gran fruto del Espíritu es la transformación de los creyentes en hijos adoptivos de Dios.

Por la fe y los sacramentos, el Espíritu habita en nosotros, nos anima a vivir conforme al Evangelio y nos garantiza la herencia de la vida eterna.

Como dice san Pablo:

El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo.”

Vivir como hijos de Dios: testimonio y esperanza

El Espíritu no solo nos transforma interiormente, sino que impulsa nuestro testimonio en el mundo. Nos alienta a una vida recta, alejada del egoísmo y desorden, para vivir en santidad, como verdaderos hijos del Padre.

Pentecostés es, por tanto, fiesta de salvación, de esperanza y de misión. Vivamos con alegría y fidelidad nuestra condición de hijos adoptivos de Dios hasta gozar de Él para siempre.

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