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¿Quién es mi prójimo? La parábola que revela el corazón de Jesús

Fray Luciano Audisio, secretario general de la Orden de Agustinos Recoletos, nos propone una lectura profunda y vivencial del Evangelio del Buen Samaritano. Una parábola que nos habla no solo de ética y compasión, sino del misterio de la salvación y de un Dios que se hace prójimo para curar nuestras heridas y enseñarnos a vivir en gratuidad.

Una pregunta que revela mucho más

El Evangelio de hoy nos ofrece una de las parábolas más conmovedoras y conocidas de Jesús: la del Buen Samaritano. Un texto que ha inspirado la espiritualidad cristiana, el arte, la compasión social… y que el Papa Francisco ha tomado como ícono central de su encíclica Fratelli Tutti.

Sin embargo, este pasaje no se limita a contar una historia ejemplar. En realidad, nace de un diálogo profundo, de una pregunta que un doctor de la Ley le dirige a Jesús:

“Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” (διδάσκαλε, τί ποιήσας ζωὴν αἰώνιον κληρονομήσω;)

Y aquí ya encontramos una primera tensión. Porque este hombre, en el fondo, está tratando de justificarse a sí mismo (δικαιῶσαι ἑαυτόν). A veces vivimos así: pasamos gran parte de nuestra vida intentando justificar lo que hacemos, buscando razones para sentirnos justos, cuando en realidad lo que no soportamos es tener que ser perdonados, es reconocer que necesitamos la misericordia.

Heredar lo que no se compra

La pregunta que plantea no es menor:

“¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”

La palabra vida eterna (ζωὴ αἰώνιος) no se refiere solamente a lo que viene después de la muerte. Se refiere a una vida buena, bella, con sentido. A esa profundidad de la existencia que tantas veces evitamos. Vivimos en la superficie, en dos dimensiones, escapando del abismo de la verdad.

Y la paradoja es evidente: pregunta qué tiene que hacer para heredar. Pero el verbo griego κληρονομέω (kleronoméō) significa “recibir en herencia”, algo que no se compra, sino que se recibe gratuitamente. Pregunta como si quisiera pagar, pero habla de algo que solo se puede recibir como don.

El amor a Dios y al prójimo: síntesis de la Torá

Jesús, como buen maestro, no responde directamente, sino que le devuelve la pregunta. Y el doctor de la Ley da una respuesta extraordinaria: une el amor a Dios y el amor al prójimo. Una síntesis profunda de la Torá. Porque solo quien agradece a Dios por cómo ha sido creado, con sus dones y sus límites, puede abrirse al otro.

El límite no es un estorbo: es condición para la relación. Si no tuviera límites, no habría otro. Por eso el amor al prójimo nace de una mirada agradecida a Dios.

¿Quién es mi prójimo?

Pero el doctor insiste. Quiere delimitar el terreno, quiere saber:

“¿Quién es mi prójimo?” (τίς ἐστίν μου πλησίον;)

Y es aquí donde Jesús cuenta la parábola. Sabemos lo que sucede: un hombre baja de Jerusalén a Jericó —un camino real, físico, pero también símbolo del descenso de la vida, del riesgo, del sufrimiento humano. Este hombre es asaltado, herido, dejado medio muerto.

El samaritano: compasión que conmueve las entrañas

Pasan un sacerdote y un levita. Jericó estaba llena de sacerdotes que servían en el Templo. Ese camino era transitado por religiosos. Pero ninguno se detiene. Quizá por miedo a la impureza, a tocar sangre. Tienen sus razones. Buenas razones. Pero no se detienen.

Y entonces aparece un samaritano. Un extranjero. Aquel que no debía detenerse… y sin embargo lo hace. Y no solo se detiene: “tuvo compasión” (δὼν ἐσπλαγχνίσθη).

Esa palabra en griego significa un estremecimiento en las entrañas, como el de una madre. Este samaritano se comporta como una madre: limpia, cuida, unge, carga, lleva a una posada —el πανδοχεῖον, que significa literalmente “el lugar que acoge a todos”. Allí lo cuida, paga y promete volver.

Salvarse a través del otro

¿Se han preguntado alguna vez cómo habrá despertado ese herido al día siguiente?

Despierta, mira alrededor, y pregunta al posadero:

“¿Quién me ha salvado? ¿Un pariente? ¿Alguien de mi tribu? ¿Un hebreo?”

Y la respuesta lo desconcierta: fue un samaritano. Uno que no tenía nada que ver con él. Uno despreciado por su pueblo. Y esto es profundamente evangélico: somos salvados por aquellos de quienes no querríamos ser salvados.

Jesús es el Buen Samaritano

Jesús es el extranjero que irrumpe en nuestra vida, que rompe nuestras categorías, que se hace prójimo de nosotros antes de que nosotros sepamos siquiera quiénes somos. Y este herido, al saber que aquel hombre volverá, siente nacer en su interior un deseo nuevo: conocerlo, amarlo, imitarlo.

Esta parábola nos habla de Jesús. Él es el Buen Samaritano. Él es quien ha bajado del cielo al camino de nuestra vida. Él es quien ha visto nuestra herida y se ha conmovido en lo más profundo. Y Él ha confiado nuestro cuidado a la posada —que los Padres de la Iglesia identifican con la Iglesia— y ha prometido volver. Nuestra vida entera se convierte entonces en esta espera. Y mientras esperamos, queremos hacer lo mismo.

“Ve y haz tú lo mismo”

Ve y haz tú lo mismo”, nos dice Jesús. Porque solo cuando descubrimos que hemos sido salvados gratuitamente, nace en nosotros el deseo de vivir esa misma gratuidad.

La gran revolución de esta parábola no es solo ética, es ontológica: nosotros nos hacemos prójimos… porque Jesús antes se ha hecho prójimo de nosotros.

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