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En la mesa de Jesús, los últimos son los primeros

En este comentario al Evangelio, Fray Luciano Audisio reflexiona sobre el gesto de Jesús al enseñar que el último lugar es, en realidad, el lugar de la gratitud. Una invitación a vivir nuestras relaciones con sencillez, a reconocer que todo es don y a abrir espacio en nuestro corazón para los últimos, allí donde Dios se manifiesta.

Jesús en sábado: signo de libertad

El Evangelio de este domingo nos sitúa en un escenario muy concreto: Jesús, en sábado, en la casa de un jefe de los fariseos, donde sana a un hombre enfermo y, después, habla sobre los que buscan los primeros puestos en los banquetes.

El detalle del sábado no es secundario. Para Israel, el sábado es el día dedicado a Dios, el tiempo que Él mismo reservó para estar con el hombre tras la creación. No es simplemente “ir a la sinagoga”, sino consagrar todo el día al Señor, recordar que la vida tiene un sentido último: estar con Él.

El sábado, además, es memoria de la liberación de Egipto, el día en que Israel recuerda que ya no es esclavo. Es un día de libertad, de gratitud, un tiempo de descanso que nos recuerda que no vivimos bajo la tiranía de Egipto ni de los ídolos modernos que nos esclavizan.

Jesús sana y libera

En este marco, Jesús realiza una liberación concreta: sana a un hombre enfermo, liberándolo no solo de su dolencia física sino también de la marginación.

Y luego, al hablar de los primeros puestos en la mesa, nos conduce a una liberación más profunda: la de nuestras relaciones.

La mesa: laboratorio de las relaciones

Muchas veces nuestras relaciones no son libres. Se vuelven interesadas, como contratos ocultos o incluso con violencia. Allí no se transparenta la belleza de Dios.

Jesús, en cambio, nos muestra que la mesa —el lugar de la comida compartida— es el verdadero laboratorio de las relaciones humanas.

Porque comer juntos nos revela nuestra vulnerabilidad: comemos para no morir, y sin embargo, cada comida nos recuerda que algún día moriremos. Comer es confesar que necesitamos de lo externo, que no somos autosuficientes, que dependemos de los demás… que no somos Dios.

Jesús, plenitud del don

Aquí comprendemos por qué Jesús es la clave definitiva de este acto tan humano: cuando comemos, algo muere para que nosotros vivamos.

En Él, esa verdad alcanza toda su plenitud: Jesús es el que muere para darnos vida.

Por eso la comida compartida se convierte en Eucaristía, en acción de gracias, en escuela de cómo convivir. La única manera de asumir que alguien muere por mí es el agradecimiento.

“Eucaristía significa precisamente eso: dar gracias.”

El último lugar: vivir agradecidos

Desde esta perspectiva, la enseñanza de Jesús sobre ocupar los últimos lugares cobra un nuevo sentido.

No se trata de falsa humildad ni de estrategia manipuladora, sino de reconocer que todo lo recibimos de Dios a través de los demás, que somos el último eslabón de una cadena de dones.

Vivir en el último lugar es vivir agradecidos, eucarísticamente, valorando lo que recibimos incluso de quienes nos resultan difíciles, porque también ellos alimentan y modelan nuestra vida.

El mismo Jesús es quien eligió ocupar siempre el último lugar: el excluido, el condenado, el rechazado por todos.

Dar el primer puesto al último

Cada vez que escuchamos este Evangelio, nos invita a repetir con la vida un gesto esencial:

“Decirle al último, al crucificado: pasa adelante, ocupa el primer lugar en mi corazón.”

Esa es nuestra vida espiritual y nuestra liturgia: darle el primer puesto al que fue tenido como el último.

La gratuidad de Dios

Por eso, las últimas palabras de este Evangelio nos hablan de la acogida gratuita. Jesús invita a todos, sin condiciones, a su banquete. Y esa gratuidad es la firma de Dios.

Vivir el Evangelio hoy

Vivir el Evangelio de hoy significa reconocer que nuestras relaciones son el lugar donde Dios nos sostiene y nos da vida.

Significa aprender a agradecer, a vivir desde la Eucaristía, y a abrir espacio en nuestra mesa y en nuestro corazón para Jesús y para todos los “últimos” de este mundo.

Porque en ellos, siempre, nos espera el Señor.