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Seguir a Jesús con decisión: tomar la cruz y poner a Dios en el centro

En este comentario al Evangelio, Fray Luciano Audisio nos conduce a la exigencia del discipulado cristiano: un seguimiento radical que pasa por tomar la propia cruz, reconocer a Dios como centro absoluto y vivir la fe como construcción y combate espiritual.

El seguimiento radical de Jesús

El evangelio de este domingo nos plantea una pregunta esencial: ¿cuando comenzamos a seguir a Jesús, Él nos deja actuar según nuestro parecer o nos pide una decisión concreta, radical? Al inicio, acercarse a Él puede parecer sencillo, pero llega un momento en que el Señor nos invita a dar un salto de calidad en nuestra relación con Él, un salto que muchas veces nos da temor.

El gesto de Jesús: un Dios con rostro

El pasaje se sitúa en el contexto de la gran subida de Jesús hacia Jerusalén. Y allí, en medio de la multitud, ocurre algo decisivo: el evangelista nos dice que Jesús “se volvió” (στραφεὶς). Ese gesto encierra un gran significado.

Hasta ese momento la multitud lo veía de espaldas, como Moisés que solo pudo contemplar a Dios de espaldas. También a nosotros nos ocurre: muchas veces descubrimos la presencia de Dios solo cuando releemos nuestra historia y entendemos que Él estaba allí, aunque no lo habíamos reconocido.

Pero este “volverse” de Jesús introduce una novedad radical: de repente Dios ya no es un anhelo vago ni una energía difusa. Tiene un rostro, es una persona concreta: Jesucristo.

“La fe no es un conjunto de normas ni una teoría sobre el mundo; la fe es una relación personal, un encuentro de amor, un caminar con alguien vivo.”

Poner a Dios en el centro

Por eso Jesús, en su camino hacia Jerusalén, nos explica el precio de esta relación. Lo hace de un modo fuerte, incluso provocador: “Si alguno viene a mí y no odia (μισεῖ) a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo”.

El verbo griego suena duro, pero en el lenguaje semítico significa poner en contraste, elegir. Jesús no nos invita a despreciar a nuestros seres queridos, sino a recordar que ninguna relación humana, por más bella y profunda que sea, puede ocupar el lugar de Dios.

“Deus semper maior, Dios es siempre más grande.”

Amar más allá de uno mismo

Después de estas relaciones fundamentales, Jesús menciona algo todavía más radical: “quien no ama más que a su propia vida”. El término griego usado es ψυχὴ, que se refiere a la interioridad, a lo más profundo de nuestro ser.

Sí, es natural cuidarnos, buscar nuestra seguridad, pero el peligro está en absolutizar esa búsqueda hasta convertirnos en el centro del mundo y usar a los demás para nuestra conveniencia. La fe, en cambio, nos saca de ese encierro: nos enseña a perder ese falso equilibrio para encontrar el verdadero amor.

Llevar la propia cruz

Y aquí aparece la palabra que corona todo el pasaje: “llevar la propia cruz”.

No se trata de cargar con la cruz de Jesús, sino con la nuestra, con esas realidades que más nos cuestan: nuestras debilidades, lo que no aceptamos de nosotros mismos, lo que nos avergüenza.

“Jesús no nos pide ser perfectos para seguirlo; nos pide presentarnos con nuestra cruz, abrazarla y caminar con Él.”

Solo así descubriremos que el dolor y la fragilidad pueden transformarse en lugar de encuentro con Dios.

Construcción y combate: dos imágenes de la fe

El evangelio concluye con dos imágenes: la fe es como construir una torre y como prepararse para un combate. Ambas expresan el dinamismo de la vida cristiana.

  • La fe edifica nuestra existencia como una torre sólida, un hogar abierto para los demás.

  • La fe es también lucha: un combate contra todo lo que se opone a nuestro crecimiento, contra los miedos, las dudas, las tentaciones de vivir centrados en nosotros mismos.

Los místicos nos recuerdan que esta batalla dura hasta el último aliento.

Condición del discipulado: dejarlo todo

Tanto la construcción como el combate tienen una condición: la valentía de dejarlo todo. No se trata de despreciar los dones de la vida, sino de evitar que se conviertan en ídolos que ocupen el lugar de Dios.

La fe es una liberación de nuestras esclavitudes, un camino hacia la verdadera libertad.

Conclusión

Seguir a Cristo no es fácil. Requiere decisión, renuncia y valentía. Pero también es la única manera de vivir en plenitud.

“Él nos invita hoy a ponerlo en el centro, a tomar nuestra cruz, a dejar que su amor sea más grande que cualquier otro lazo.”

Y entonces sí, nuestra vida se convertirá en una torre sólida y en una victoria en el combate del Espíritu.