La canonización de Carlo Acutis nos dejó una imagen que traspasó las cámaras: el rostro de su madre, Antonia. En este artículo, Fray Alfonso Dávila nos invita a contemplar esa mirada desde una clave agustiniana, recordando a Santa Mónica y reflexionando sobre cómo Carlo vivió la santidad con sencillez, coherencia y amor eucarístico.
Antonia, ¡que tu hijo es santo! Muchas publicaciones lo han dicho en estos días. No es intención repetir lo que ya se ha escrito. Pero creo que merece la pena que nos detengamos aquí.
Que enfoquemos la mirada en eso. En lo que también enfocaron las cámaras del Centro Televisivo Vaticano durante la canonización de Carlo Acutis: el rostro de su madre.
Qué momento tan grande. Y qué importante que no pase de largo.
La mirada de una madre
Me gustaría que parásemos un poco y pensáramos en esto: en la mirada de una madre. En la de Antonia. En la de tantas otras. Y que lo hiciéramos desde una clave agustiniana, porque ahí hay algo que toca lo más profundo del corazón humano.
Pensar en Antonia me hizo pensar en mi propia madre. ¿Cómo lo habría vivido ella? Lo comenté en la comida con los frailes de mi comunidad. Uno dijo: “Tenía cara de madre en una ordenación”. Puede ser… pero yo pensé en otra cara: la de Santa Mónica.
Antonia y Mónica
Ella también acompañó a su hijo —san Agustín— en su camino hacia Dios. Lo hizo entre lágrimas, durante años, esperando su conversión.
Tú, Antonia, lo hiciste en silencio. Rezando con Carlo, observando cómo crecía algo en su interior que te sobrepasaba. Lo viste tomarse en serio la fe, dejarse transformar.
Y también pensé en otras madres. Las de mis chicos de confirmación. Madres que, al ver a sus hijos terminar su iniciación cristiana, tienen ese rostro que mezcla alegría, alivio, fe cumplida. Un rostro que dice: “Gracias, Señor, se ha cumplido la promesa que hicimos el día de su bautismo”.
Un adolescente original
Carlo no era un chico excepcional por su genialidad. Lo era por su sencillez, por su coherencia. Era un adolescente normal: con camiseta, ordenador, amigos. Pero con una claridad poco habitual para su edad. Lo decía a sus amigos y nos lo dice ahora:
“Todas las personas nacen como originales, pero muchas mueren como fotocopias.”
Carlo no quería copiar a nadie. Quería ser él. Y sabía que, para eso, tenía que vivir en serio. Dejarse convertir. Como san Agustín, entendió que la conversión no es una amenaza, sino una oportunidad. Un camino hacia la belleza. No le bastaba “cumplir”. Quería amar.
Y desde la Eucaristía, su gran tesoro, vivía con alegría, servía con creatividad, evangelizaba con naturalidad.
Santidad sin medida de tiempo
Murió con quince años. Muy joven. Pero, como sabemos, la santidad no se mide en años, sino en la hondura del amor vivido.
Y hace solo unos días, la Iglesia lo añadió a la gran lista de los santos. A la lista de los testigos. De los que nos dicen:
“Oye, que tú también puedes. Ánimo. No tengas miedo. Ser santo es parte de tu vida.”
Carlo y Agustín, Mónica y Antonia
Carlo y Agustín. Mónica y Antonia. No vivieron en la misma época, pero compartieron lo esencial: Que el corazón humano está hecho para Dios. Y que fuera de Él, todo se queda corto.