En este comentario al Evangelio, Fray Luciano Audisio nos invita a contemplar la misericordia de Dios como un amor que borra toda distancia. Jesús se sienta a la mesa con los pecadores, busca a la oveja perdida y enciende la lámpara para encontrar la moneda extraviada. Dios no se cansa: nos busca incansablemente, y cuando nos encuentra, lo hace con ternura y con fiesta.
Un Dios que siempre perdona
El Evangelio de este domingo nos habla de la misericordia de Dios. Y la primera pregunta que nos surge es: ¿Jesús nos perdona siempre? La respuesta es clara: sí. Precisamente cuando creemos que ya no hay perdón posible, cuando sentimos que la distancia con Dios es demasiado grande, en ese momento Él viene a nuestro encuentro para abrazarnos.
La mesa de los pecadores
El Evangelio comienza con una imagen muy sencilla, pero cargada de significado:
“Se acercaban a Jesús los publicanos y pecadores para escucharlo” (Lc 15,1).
Es hermoso: los que se sienten lejos son los que comienzan a acercarse. Y este acercamiento nace de un motor: la Palabra de Dios. Esa Palabra que toca el corazón, que llena la distancia, que abre un puente entre un Dios santo y misterioso, y nosotros, que tantas veces nos sentimos indignos.
Sin embargo, no todos reaccionan igual. Los escribas y fariseos no se acercan, sino que murmuran. Ese verbo, murmurar, lo conocemos bien del Éxodo: el pueblo murmuraba porque no quería dejar Egipto, porque estaba encerrado en sí mismo. Murmurar significa resistirse al camino de salida, resistirse al éxodo interior que nos lleva hacia Dios.
¿Y por qué murmuran los fariseos? Porque Jesús hace algo escandaloso: come con los pecadores. En Israel, compartir la mesa era el gesto de mayor intimidad, significaba hacerse uno con el otro, entrar en comunión. Comer juntos era, de algún modo, convertirse en una sola cosa, alimentarse del mismo pan.
Eso es lo que hace Jesús con nosotros: se sienta a la mesa del pecador para borrar toda distancia. No es casual que, en hebreo, el verbo caphar (כפר) signifique cubrir y también perdonar. Perdonar es cubrir la distancia que nos separa.
La oveja perdida: un pastor “loco” de amor
Para explicar este amor que borra distancias, Jesús nos regala dos parábolas. La primera, la de la oveja perdida.
Humanamente, parece una locura: ningún pastor prudente dejaría noventa y nueve ovejas para ir tras una sola. Pero ese es justamente el mensaje: Dios es un pastor “loco” de amor, que arriesga todo porque está prendado de la oveja perdida.
Y no solo la busca: cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros. Ese gesto expresa ternura, contacto, cercanía.
“La fe se transmite así, con contacto, con presencia. Nosotros mismos estamos llamados a ser ‘los hombros del Buen Pastor’ para nuestros hermanos y hermanas, cargando con ellos en la comunidad.”
La dracma perdida: la psicología de Dios
La segunda parábola es la de la dracma perdida. Aquí Jesús nos muestra la “psicología” de Dios: como la mujer que enciende la lámpara y busca sin descanso hasta encontrar su moneda.
Esta imagen completa la anterior: la oveja se pierde fuera de la casa, la dracma se pierde dentro. A veces nos extraviamos lejos de la Iglesia, pero otras veces nos perdemos dentro de ella, en medio de nuestras rutinas y seguridades. Y sin embargo, dentro o fuera, Dios nos busca incansablemente.
Fiesta del perdón
El mensaje de hoy es claro: Dios no se cansa de buscarnos.
Cuando tengamos miedo de no ser perdonados, recordemos que Él deja las noventa y nueve para venir tras nosotros. Que Dios está “loco” de amor por cada uno.
Y lo más hermoso de todo es que, cuando nos encuentra, no hay reproche, no hay juicio, sino fiesta, alegría y comunión.
Conclusión
Pidamos hoy la gracia de dejarnos encontrar, de no encerrarnos en murmullos ni en seguridades falsas, sino de permitir que la Palabra toque nuestro corazón y nos acerque al abrazo de Cristo, el Buen Pastor.