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Monseñor Alfonso Gallegos: el “obispo lowrider” de Sacramento

Por Fray Alfonso J. Dávila, OAR.

La escena parecía insólita: más de 300 coches lowrider avanzaban lentamente en procesión fúnebre por las calles de Sacramento. Ocurrió en octubre de 1991, cuando la comunidad de aficionados a los coches modificados despedía a uno de los suyos: Monseñor Alfonso Gallegos, a quien llamaban con cariño el “obispo lowrider”. Hoy, 34 años después de su fallecimiento, su recuerdo sigue vivo. ¿Quién fue este obispo capaz de ganarse el corazón de los jóvenes de los barrios y de una subcultura normalmente recelosa de la autoridad? Su historia, marcada por la humildad y la cercanía, es la de un pastor en las periferias mucho antes de que este término se pusiera de moda en la Iglesia.

Conocí a Monseñor Gallegos gracias a Fray Eliseo, vicepostulador de su causa. Durante los años en que vivimos juntos, me fue presentando la figura de un obispo sencillo, humano, cercano. Mons. Gallegos no es solo un modelo de pastor interesante, también es un modelo de agustino recoleto: un fraile que caminaba con el pueblo que le encomendaban, sin perder jamás la sonrisa. Recuerdo que Eliseo me decía con ironía fraterna: “A Gallegos le tocaba estar con los lowriders; a ti, entre cámaras y periodistas”. Hoy, con profunda admiración, quiero presentarte a un modelo de santidad que a mí me convence. Ojalá también pueda ayudarte a ti.

Infancia de fe y vocación perseverante

Alfonso Gallegos Apodaca nació el 20 de febrero de 1931 en Albuquerque, Nuevo México, en el seno de una familia humilde y profundamente piadosa, con once hijos . Desde niño enfrentó una grave discapacidad visual –una miopía casi total– que lo dejó al borde de la ceguera de por vida . Sin embargo, esa limitación no le borró la sonrisa radiante que caracterizaría su rostro. Siendo aún joven, su familia se trasladó al barrio de Watts, en Los Ángeles, donde los frailes agustinos recoletos de la parroquia San Miguel alimentaron en él la vocación religiosa que ya sentía desde monaguillo . Aunque su problema de vista hacía dudar a muchos sobre su capacidad para el ministerio –apenas podía leer sin grandes esfuerzos– Alfonso no se rindió. Con tenacidad y confianza en Dios, demostró su idoneidad para la vida religiosa . En 1950 ingresó a la Orden de Agustinos Recoletos y realizó sus votos perpetuos el 3 de septiembre de 1954 . Poco después, el 24 de mayo de 1958, fue ordenado sacerdote .

Sus primeros años de ministerio los dedicó a servir en diversos apostolados en Estados Unidos: fue capellán de hospital, maestro de novicios y finalmente párroco en su querido barrio de Watts . Esa comunidad, marcada por la pobreza, las pandillas y la violencia, se convirtió en su primer campo de misión. El joven padre Gallegos tenía una preocupación especial por la educación de los jóvenes y por ofrecerles alternativas a las peligrosas pandillas que dominaban las calles de Los Ángeles . Su carisma cercano pronto dio frutos: la gente del barrio veía en él a un sacerdote alegre, de sonrisa sincera, siempre dispuesto a escuchar. Quienes lo conocieron por entonces recuerdan que “era puro amor, irradiaba amor… te hacía sentirte querido al estar en su presencia” . Esa calidez humana, unida a su determinación, lo llevó a roles de mayor responsabilidad: en 1979 fue nombrado primer director de la Oficina de Asuntos Hispanos de los obispos de California, desde donde coordinó la pastoral migratoria y la defensa de los derechos de los trabajadores inmigrantes a lo largo de la frontera con México .

Un obispo en las calles y en el “barrio”

El 24 de agosto de 1981, el Padre Gallegos recibió la noticia de su nombramiento como obispo auxiliar de Sacramento, California. Fue consagrado el 4 de noviembre de 1981, convirtiéndose en uno de los pocos obispos hispanos en Estados Unidos en aquella época. Desde el inicio, Monseñor Gallegos dejó claro que su estilo pastoral no cambiaría con la mitra: seguiría siendo un hombre de la calle y del pueblo. De hecho, solía vestir de forma sencilla –se le podía ver con una humilde camiseta y un sombrero de 99 centavos– para poder acercarse de noche a las pandillas y jóvenes de barrios difíciles sin imponerse por la vestimenta clerical . Como obispo, pasaba horas fuera de la oficina para estar donde la gente lo necesitaba. Viajaba constantemente por los campos agrícolas, visitando a los campesinos migrantes; incluso se quedaba a dormir en sus campamentos entre los surcos, compartiendo sus condiciones humildes . Defendía a estos trabajadores ante las autoridades civiles, alzando la voz por quienes sufrían injusticias y desarraigo . Los fines de semana los dedicaba a recorrer los barrios y parques por la noche, buscando a los jóvenes involucrados en drogas o violencia, ganándose su confianza y animándolos a dejar las adicciones, volver a la escuela y labrarse un futuro mejor . Muchos de esos muchachos le hacían caso porque veían en Gallegos a un padre que se interesaba sinceramente por ellos y sabía escucharles .

Nada ni nadie quedaba fuera del corazón y de la agenda de Monseñor Gallegos. Los pobres, los enfermos, los ancianos, los presos –sin distinción de religión, cultura o raza– recibían de él atención llena de paciencia, como quien verdaderamente ve el rostro de Cristo en cada persona . Fiel a su lema episcopal “Amaos los unos a los otros”, este obispo barriero se tomaba el tiempo de atender a cada quien sin prisas. También defendía con valentía la vida de los más vulnerables: alzaba la voz por los no nacidos, denunciando el aborto, a la vez que promovía alternativas compasivas para las madres en dificultad . Sus colegas destacaban cinco rasgos principales en su personalidad y ministerio: su humildad alegre (nunca se le oyó quejarse ni siquiera de su vista casi nula), su trato cariñoso con todos –incluso con quienes entorpecían su labor–, su fidelidad a su vocación de agustino recoleto, su compromiso público con los más necesitados, y su profunda vida de oración alimentada por la Eucaristía y la devoción a la Virgen de Guadalupe . En efecto, antes de emprender cualquier jornada apostólica, Gallegos pasaba largas horas de madrugada en adoración ante el Sagrario, de rodillas, poniendo en manos de Dios a sus “ovejas” más queridas.

El “obispo de los lowriders”

Entre todas las comunidades marginadas a las que sirvió, hubo una que le ganó a pulso el apodo por el que hoy se le recuerda. En la década de 1980, los “lowriders” –aficionados a los coches clásicos modificados con carrocerías bajísimas y suspensiones hidráulicas– solían reunirse a pasear por Franklin Boulevard, en Sacramento. Para las autoridades, aquellas caravanas nocturnas representaban un dolor de cabeza: a veces provocaban atascos e incluso incidentes violentos . Monseñor Gallegos, sin embargo, supo ver más allá de los estereotipos. Don Alfonso actuó como mediador entre los lowriders y las autoridades municipales, ayudando a reducir tensiones y a encontrar soluciones pacíficas para que el famoso crucero de coches no perturbara la vida de la ciudad .

Optimista por naturaleza, él siempre buscaba la chispa de bondad y talento en cada persona. En aquellos jóvenes de autos decorados con colores vivos y motores ruidosos, Gallegos reconoció una inmensa creatividad mecánica y artística que podía canalizarse para el bien . En vez de condenarlos, decidió acompañarlos: entabló amistad con los líderes de los clubes de coches, conversaba con ellos sobre sus vehículos, asistía a sus exhibiciones, bendecía sus automóviles e incluso se montaba a dar una vuelta en alguno de esos coches de suspensiones danzantes por Franklin Blvd .

Su presencia constante transformó la relación de la Iglesia con este grupo. “Continuaré visitando a los lowriders. Creo que la presencia de un sacerdote es importante allí; siento que nos necesitan”, afirmó Gallegos en una ocasión . Y se notaba que él también los necesitaba a ellos, porque en esos encuentros encontraba un campo para su misión de llevar el Evangelio a las periferias. Los jóvenes lowriders comenzaron a verlo no como una autoridad lejana, sino como a uno más de la “familia”. Le llamaban el obispo del barrio, pues era habitual verlo de noche, sotana arremangada, conversando animadamente junto a coches brillantes y motores humeantes.

Tanto cariño surgió de ambos lados que Monseñor Gallegos llegó a ser considerado un capellán extraoficial de los lowriders y de los trabajadores migrantes en California . Cuando la trágica muerte del obispo sucedió –atropellado en la carretera la noche del 6 de octubre de 1991, al regresar de celebrar misa en un pueblito agrícola–, esa comunidad jamás lo olvidó. De hecho, en su funeral cientos de lowriders de todo California formaron una larga caravana escoltando el féretro de Gallegos desde su parroquia hasta la catedral . Aquella despedida multitudinaria, con más de 300 coches de suspension brincante rindiéndole honor, fue la prueba del inmenso impacto que dejó en estos jóvenes y sus familias.

Legado de santidad y memoria viva

Monseñor Alfonso Gallegos partió de este mundo a los 60 años, dejando tras de sí una estela de amor y servicio. Su muerte prematura conmovió a la comunidad entera, pero su legado apenas comenzaba. “La belleza de ser sacerdote –y, espero, de ser obispo– es la oportunidad de identificarse con la gente”, solía decir . Y él vivió plenamente esa convicción, identificándose con los humildes y olvidados. Por eso, nadie se sorprendió cuando en 2005 la diócesis de Sacramento abrió oficialmente su causa de canonización, recogiendo testimonios sobre sus virtudes heroicas . Tras años de investigación, el Papa Francisco lo declaró Venerable en 2016, reconociendo en él a un ejemplo de santidad moderna al servicio del pueblo . Ahora la Iglesia aguarda un milagro atribuido a su intercesión para beatificarlo, pero para muchos fieles Alfonso Gallegos ya es el “santo del barrio”.

En Sacramento, su memoria sigue presente de muchas formas concretas. Una plaza en el centro de la ciudad y exhibe una estatua suya, recordando al transeúnte común que allí caminó un hombre de Dios comprometido con la justicia social . Un hogar de maternidad fundado para ayudar a madres solteras en dificultad lleva orgullosamente el nombre de Bishop Gallegos, continuando su defensa de la vida y de los más vulnerables. Y cada año, alrededor de la fecha de su aniversario de su fallecimiento, los motores vuelven a rugir en Franklin Boulevard: decenas de lowriders sacan brillo a sus coches y se reúnen para realizar un “crucero” en honor al obispo que bendecía sus capós y oraba con ellos en la acera . El 2 de octubre de 2022, por ejemplo, más de cien autos clásicos se alinearon en esa avenida emblemática de Sacramento para rendir homenaje a Gallegos, exactamente en el lugar donde solía encontrarse con ellos décadas atrás . La estampa de tantos vehículos relucientes avanzando despacio, entre oraciones, recuerdos y lágrimas, confirmó que el vínculo forjado por Monseñor Gallegos con esta comunidad perdura a través del tiempo.

En lo personal, la figura de Alfonso Gallegos me inspira una profunda admiración. Y no es solo por la coincidencia de compartir el mismo nombre de pila, sino por lo que su vida representa. En una época en que a veces la Iglesia parece distante para los más necesitados, conocer la historia de este “obispo callejero” me conmueve y motiva. Gallegos demostró que un pastor verdadero huele a oveja, se arremanga la sotana y sale a encontrar a su gente allí donde esté –sea bajo el sol del campo, en un callejón oscuro o entre la estruendosa música de un lowrider. Su legado es un llamado vivo a la Iglesia en salida, a la cercanía y al amor sin reservas. Monseñor Alfonso Gallegos, el obispo lowrider, nos enseñó con su ejemplo que la fe se anuncia mejor con ruedas gastadas y corazón abierto, llevando el Evangelio a todo motor por las carreteras del barrio. Y por eso, treinta y cuatro años después, sigue rodando en el recuerdo y en el corazón de tantos.