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Volver para dar gracias: la fe que nace de la gratitud

En esta reflexión dominical, Fray Luciano Audisio nos invita a mirar nuestra vida a la luz del Evangelio de los diez leprosos. Jesús atraviesa nuestras “Samarías interiores” para sanarnos desde dentro y enseñarnos que la fe verdadera no se mide por lo que pedimos, sino por nuestra capacidad de volver y agradecer.

Dos escenas, una misma experiencia

La liturgia de hoy nos presenta dos escenas unidas por una misma experiencia: la de la sanación y la gratitud.

En la primera lectura aparece Naamán, un extranjero, un sirio leproso, que tras sumergirse en las aguas del Jordán queda limpio y reconoce al Dios de Israel.

En el Evangelio, diez leprosos se acercan a Jesús desde lejos, piden compasión, son curados, y solo uno —también extranjero— regresa para dar gracias.

Ambos relatos nos hablan de un Dios que no conoce fronteras y que ofrece su salvación a todos, pero que espera de nosotros una respuesta de fe y de gratitud.

Jesús atraviesa nuestras “Samarías interiores”

Lucas nos dice que Jesús “iba camino de Jerusalén”. No se trata de un simple desplazamiento geográfico. Ese camino representa toda la vida de Jesús… y también la nuestra.

En la tradición de Israel, Jerusalén era el destino de las grandes peregrinaciones, el lugar donde se iba a encontrar con Dios. Pero Jesús transforma ese camino: ya no es el hombre quien sube hacia Dios, sino Dios quien camina hacia el hombre.

Lo más sorprendente es que, a diferencia de los peregrinos judíos, Jesús no evita Samaría, esa tierra maldita y despreciada. Él la atraviesa. Y con ello nos revela que el Señor no teme pasar por nuestras propias “Samarías interiores”, por esos lugares del alma donde nos sentimos impuros, rechazados o indignos.

Jesús atraviesa nuestras zonas heridas para sanarlas desde dentro.

El clamor de los heridos

Al entrar en un poblado, salen a su encuentro diez leprosos. El número diez, en la tradición hebrea, era el mínimo necesario para rezar en comunidad. Aquí simboliza a toda la humanidad: todos nosotros, heridos de alguna manera, con zonas de muerte que claman por vida.

Estos hombres se detienen a distancia, porque la ley les prohibía acercarse. Pero esa distancia se convierte en el espacio del encuentro.

El primer paso de la fe es reconocer la distancia que nos separa de Dios, y desde allí levantar la voz.

“Jesús, maestro, ten piedad de nosotros.”

Es un grito que nace de la miseria, pero que se convierte en oración. En la fe, pedir ayuda es ya abrirse a la salvación. Pronunciar el nombre de Jesús, cuyo significado es “Dios salva”, es dejar que la vida de Dios comience a actuar en nosotros.

La mirada que sana

Jesús los mira. Y en esa mirada está ya la salvación.

No los toca, no pronuncia una fórmula mágica; simplemente los ve. Su mirada es creadora, ve más allá de la herida y contempla ya la vida restaurada.

Luego les dice: “Vayan a presentarse ante los sacerdotes”. Según el Levítico, los curados de lepra debían ofrecer un sacrificio en el templo.

Pero esta vez, la curación no ocurre en el templo, sino en el camino.

Mientras van, quedan limpios. El milagro sucede en el movimiento de la obediencia, en el acto de confiar en la palabra de Jesús.

La fe no consiste en esperar un prodigio, sino en ponerse en camino fiándose de Él.

La gratitud que salva

Uno de ellos, al verse curado, regresa alabando a Dios. Este regreso no es solo un gesto de cortesía, sino una verdadera conversión.

El Evangelio utiliza el verbo que designa el “volver” del corazón, el mismo que expresa el retorno a Dios. Este hombre realiza una Eucaristía: se postra ante Jesús y le da gracias.

En ese momento, el antiguo sacrificio queda transformado. Ya no es necesario ofrecer un cordero en el templo, porque el verdadero Cordero será Jesús mismo, quien se entregará por amor para purificar toda lepra del corazón.

La acción de gracias del samaritano anticipa la Eucaristía: el reconocimiento de que hemos sido sanados.

Fe y gratitud: dos caras de la misma moneda

Los otros nueve también fueron curados, pero no regresaron. Todos hemos recibido gracia, pero no todos volvemos.

Todos hemos sido alcanzados por la misericordia de Dios, pero no todos vivimos desde la gratitud.

El único que vuelve representa al creyente, al que toma conciencia de lo que Dios ha hecho en su vida.

Jesús no sana solo a los que creen; su compasión alcanza a todos. Sin embargo, solo el que regresa, el que agradece, entra verdaderamente en comunión con Él.

“Levántate y vete; tu fe te ha salvado.”

La fe no es simplemente creer que Dios puede hacer algo, sino reconocer que ya lo ha hecho y responder con gratitud.

Quien da gracias, vive.

Quien reconoce la gracia recibida, se salva.

Volver a dar gracias

Hoy, al celebrar la Eucaristía, nosotros también somos ese único leproso que vuelve.

Nos acercamos a Jesús para decirle:

“Gracias, Señor, porque me has mirado, porque me has sanado, porque has pasado por mi Samaría interior sin miedo.”

Cada Eucaristía es este regreso, este acto de reconocimiento.

El creyente es, en el fondo, el que vive agradecido.

Pidamos al Señor que nos conceda un corazón que sepa volver, una mirada capaz de reconocer los signos de su amor y una voz que no se canse de repetir:

“Jesús, maestro, ten piedad de nosotros.”

Y cuando, como el samaritano, descubramos que ya hemos sido curados, sepamos también postrarnos y dar gracias, porque en ese gesto humilde comienza la verdadera salvación.