Actualidad | Una palabra amiga

No se turbe vuestro corazón: una esperanza que vence a la muerte

En esta Palabra Amiga, Fray Luciano Audisio medita el Evangelio del Día de los Fieles Difuntos: las palabras de Jesús, “No se turbe vuestro corazón”, son hoy consuelo y promesa. Cristo abre una puerta en medio del dolor: la de la confianza en el amor eterno del Padre.

“No se turbe vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí.”

Con estas palabras, Jesús consuela a sus discípulos en la noche en que su propia muerte se acerca. Ellos perciben que algo grave va a suceder, que el Maestro los dejará, y la tristeza invade el cenáculo.

Es entonces cuando Jesús abre una puerta en medio de la oscuridad: la puerta de la confianza. No promete que no habrá dolor, ni evita la separación, pero les revela el sentido del camino:

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas… voy a prepararles un lugar.”

Una promesa que da sentido al dolor

Estas palabras son hoy para nosotros, que recordamos a nuestros difuntos. También nosotros sentimos el peso del adiós, la herida de la ausencia, el silencio de quienes amamos.

Pero en medio de esa sombra, la voz de Cristo resuena con ternura y fuerza:

“No se turbe vuestro corazón.”

El Señor no nos pide reprimir el dolor, sino no dejar que el dolor nos robe la esperanza. Nos invita a mirar más allá de la tumba, hacia la casa del Padre, donde cada vida encuentra su lugar y cada historia su sentido.

Creer en el amor que no muere

La fe no es un refugio ilusorio, sino una manera distinta de mirar la realidad. Creer en Dios y creer en Cristo significa aceptar que el amor tiene la última palabra, que incluso lo que parece pérdida o fracaso está sostenido por las manos del Padre.

Esa confianza transforma el modo en que vivimos y también el modo en que morimos.

“Creer es dejarse sostener por el amor que vence la muerte.”

Las muchas moradas del Padre

Cuando Jesús habla de “muchas moradas”, no describe un lugar físico, sino un espacio de comunión.

En la casa del Padre caben todos: los santos y los pecadores, los fuertes y los débiles, los que amaron con plenitud y los que apenas comenzaron a amar.

Nadie queda fuera del deseo salvador de Dios. Su misericordia es más amplia que nuestras medidas, más tierna que nuestros juicios.

Celebrar hoy a los fieles difuntos es un acto de fe en la amplitud del corazón de Dios. Es creer que aquellos a quienes amamos están en manos del que preparó para ellos un lugar.

El amor no muere

En Cristo resucitado, la casa del Padre ya se ha abierto. Por eso, cuando oramos por nuestros difuntos, no lo hacemos como quienes llaman a una puerta cerrada, sino como quienes saben que alguien dentro nos espera.

Nuestra oración es participación en esa comunión invisible que une la tierra y el cielo. Es el hilo de la esperanza que atraviesa el tiempo.

“El amor no muere, porque el amor es de Dios y Dios no muere.”

Jesús, el camino hacia el Padre

Jesús añade:

“Yo soy el camino, la verdad y la vida.”

El camino hacia el Padre no es una ruta lejana, sino su propia persona. Quien vive en Él, quien camina tras sus pasos, ya está recorriendo el sendero hacia la casa del Padre.

El cielo no comienza después de la muerte, sino cuando empezamos a vivir en Cristo. Cada acto de amor, cada perdón ofrecido, cada esperanza mantenida en medio de la noche, es ya una semilla de eternidad.

La inquietud que nos lleva a Dios

San Agustín lo expresó con profundidad:

“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”

Esa inquietud no es desesperación, sino deseo. Dios mismo la ha puesto en nosotros para que lo busquemos. Y cuando el corazón se abre al amor de Cristo, comienza a descansar, a vislumbrar el hogar prometido.

La muerte como puerta

La muerte, entonces, no es un muro, sino una puerta. No es el fin del amor, sino su maduración. Lo que ahora lloramos será un día gozo sin fin.

Por eso la liturgia de hoy, aunque teñida de silencio, no es sombría. Se eleva sobre el dolor como un canto de esperanza:

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 26).

Peregrinos hacia la casa del Padre

Recordar a nuestros difuntos es recordar también lo que somos: peregrinos.

Nada de lo que tenemos es definitivo, salvo el amor que damos y recibimos. En la casa del Padre, todo lo demás quedará atrás: los miedos, los límites, las heridas. Solo el amor permanecerá, porque “el amor no pasa nunca” (1 Co 13,8).

Al encender una vela, al pronunciar un nombre querido, al visitar un cementerio, hagámoslo con fe. Esa llama que arde junto a la tumba es signo del Cristo resucitado, luz que ninguna oscuridad puede apagar.

Y mientras seguimos caminando, escuchemos nuevamente la voz de Jesús:

“No se turbe vuestro corazón.”

Que esa palabra descienda hasta lo más hondo, allí donde habita el miedo. Que brote la paz de quien sabe que hay un lugar preparado para él.

Un día, cuando termine nuestro propio camino, el Señor saldrá a nuestro encuentro. No nos pedirá cuentas del éxito ni de la perfección, sino del amor.

Hasta entonces, caminemos con esperanza, sostenidos por la promesa de Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida.

“Ven, siervo bueno y fiel… entra en el gozo de tu Señor.” (Mt 25,23)