Una palabra amiga

Civitas Dei y civitas hominis: la visión agustiniana que fundó la esperanza cristiana

San Agustín continúa siendo uno de los autores más influyentes tanto en la tradición cristiana como en la cultura occidental. Su lectura de la condición humana, de la historia y del poder político mantiene una actualidad sorprendente. No ofrece fórmulas instantáneas, pero ilumina los fundamentos desde los que seguimos pensando y creyendo. Su punto de partida es la interioridad del hombre, ese corazón que busca y no descansa hasta encontrar su verdadero fin. En el inicio de las Confesiones, Agustín deja esto expresado con claridad: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones I,1). Esta afirmación no es sólo un principio espiritual, sino un dato antropológico: el ser humano está estructurado para buscar a Dios, es un peregrino de la verdad y del amor.

Desde esta interioridad abierta al infinito se comprende también el proyecto del De Trinitate, donde Agustín sostiene que en el fondo del alma humana se refleja, de modo imperfecto pero real, el dinamismo de memoria, entendimiento y voluntad. A través de esta analogía, no pretende resolver el misterio trinitario, sino mostrar que el hombre ha sido creado para la comunión. La interioridad no es encierro, sino apertura; la vida espiritual no aísla, sino que orienta hacia la relación con Dios y con el prójimo. Esta visión antropológica prepara el terreno para su concepción de la historia.

Es en La ciudad de Dios donde Agustín despliega la síntesis más profunda entre fe e historia. Allí afirma que dos formas de amar edifican dos ciudades distintas: una ciudad terrena, originada en el amor desordenado a uno mismo hasta el desprecio de Dios, y una ciudad de Dios, nacida del amor de Dios hasta la relativización de uno mismo (La ciudad de Dios XIV,28). Estas dos ciudades no son dos espacios geográficos ni dos instituciones perfectamente delimitables, sino dos orientaciones del corazón humano. Ambas atraviesan todos los pueblos, todas las culturas y todas las personas; ambas conviven mezcladas en la historia, lo que hace imposible trazar fronteras visibles. La historia humana es justamente este entrelazamiento conflictivo entre la búsqueda de Dios y la búsqueda de sí mismo.

Agustín describe la ciudad de Dios como una comunidad en camino. En un pasaje célebre afirma que la ciudad celestial, mientras peregrina sobre la tierra, “llama a ciudadanos de todas las naciones y reúne una sociedad peregrina en todas las lenguas, sin preocuparse de lo que haya de diverso en costumbres, leyes e instituciones” (La ciudad de Dios XIX,17). Esta es una de las páginas más universalistas de todo el pensamiento cristiano antiguo. La Iglesia, como signo histórico de la ciudad de Dios, no se define por pertenencias étnicas, ni por instituciones humanas concretas, ni por rasgos culturales cerrados. Vive en esperanza, orientada siempre hacia el futuro último prometido por Dios, y abre sus puertas a todos los pueblos sin excepción.

La ciudad terrena, por su parte, no es un enemigo absoluto, sino un orden necesario dentro de la vida histórica. Garantiza cierto nivel de justicia, asegura la convivencia y busca una paz posible entre los pueblos. Sin embargo, su paz es siempre limitada y frágil, y nunca puede identificarse con la paz definitiva de Dios. Por eso Agustín sostiene que la ciudad terrena sólo puede ofrecer un alivio temporal, mientras que la plenitud de la paz pertenece únicamente al Reino de Dios. Esta claridad desmonta cualquier intento de sacralizar al Estado, al imperio o a cualquier forma de poder político. Agustín reconoce el valor de la política, pero también su límite radical.

De ese reconocimiento nace una distinción que ha marcado profundamente la tradición cristiana: la diferencia entre poder y autoridad. Aunque Agustín no lo formula en términos técnicos unificados, toda su obra presupone que el poder político pertenece al orden de lo temporal y necesita administrar la ciudad terrena, mientras que la verdadera autoridad pertenece al orden espiritual y orienta hacia el destino eterno del hombre. El poder organiza; la autoridad da sentido. El primero establece leyes; la segunda recuerda la medida última de toda acción humana. Este equilibrio permite al cristiano colaborar en la vida pública sin absolutizarla, servir al bien común sin idolatrar ninguna estructura histórica.

La vida cristiana, en esta visión, se entiende como camino. Agustín lo expresa de modo particularmente vivo cuando exhorta a los fieles a no detenerse: “Canta como suelen cantar los caminantes; canta, pero avanza. Alivia con el canto tu trabajo; no ames la pereza. Canta y camina” (Sermón 256,3). En estas palabras se condensa toda su espiritualidad histórica: la fe es un canto que sostiene el esfuerzo; el camino es la caridad que mueve; la vigilancia contra la pereza es la responsabilidad ante la misión. La Iglesia es, para Agustín, una comunidad de peregrinos que avanza con esperanza, sostenida por la gracia, llamada a transformar la historia sin confundirla con la meta final.

san agustín

La actualidad de Agustín se percibe precisamente en esta doble tensión. La ciudad de Dios orienta, relativiza y purifica; la ciudad terrena organiza, sostiene y estructura. La fe cristiana no sustituye la acción histórica, pero la libera de la idolatría del poder. La política no salva, pero es un ámbito indispensable para ejercer la caridad y la justicia. Vivir entre ambas ciudades exige discernimiento, humildad y esperanza. Por eso la obra de Agustín sigue siendo un referente para la Iglesia: recuerda que somos ciudadanos del tiempo y de la eternidad, llamados a servir al mundo con los pies en la tierra y el corazón en Dios.

Antonio Carrón de la Torre, OAR