“Pastor” es una palabra que, en su sentido original, pertenece al ámbito de la ganadería. Se aplica a quien cuida ganado menor como ovejas y cabras. Son animales que hay que guiar hacia los lugares de pasto y agua; que hay que recoger por la noche en el corral; que hay que proteger de depredadores y ladrones. Esa es la imagen que desde los tiempos del Antiguo Testamento los profetas eligieron para designar a quienes tenían la responsabilidad de velar por el bienestar del pueblo de Dios: los reyes y demás gobernantes. Cuando el profeta Jeremías se queja de los malos pastores que dispersan al pueblo de Israel, se refiere a los reyes y gobernantes de la casa de David que gobernaban en Jerusalén guiados por el cálculo político más que como lugartenientes de Dios. Porque el supremo pastor es Dios, como dice el salmo responsorial: «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar y hacia fuentes tranquilas me conduce.»
La imagen, sin embargo, tiene como contrapartida que el pueblo es comparado a las ovejas de un rebaño. La comparación nos resulta incómoda a nosotros hoy; la imagen lastima nuestro sentido de autonomía, autosuficiencia, independencia y libertad. Podemos tolerar la imagen si el pastor es Dios, sobre todo si es Dios como nos lo imaginamos, como nos conviene y como nos gusta; no tanto si se trata de Dios como es. Pero hoy muchos cuestionan la autoridad del pastor, si es un ser humano que representa a Dios y actúa en su nombre. Por lo tanto, un punto de partida de la reflexión de hoy es en qué sentido cristiano los seres humanos somos dependientes del pastoreo de Dios, incluso del pastoreo que Dios realiza a través de los hombres a quienes Él designa como pastores.
El propósito del pastoreo de Dios es que los hombres tengamos vida. En el Antiguo Testamento se trataba de la vida en este mundo en convivencia pacífica, en justicia y verdad. Dios es el pastor que guiará a su pueblo en vez de los gobernantes negligentes. Los seres humanos todavía hoy vivimos afectados por múltiples carencias temporales. Muchos padecen hambre y enfermedad, pobreza y exclusión, falta de oportunidades y frustración. La solución de estas carencias y necesidades está en las manos del hombre. La política y la economía son las ciencias y el arte que nos permiten al menos mitigarlas, si no resolverlas. Pero necesitamos la motivación ética y moral para resolverlas.
Pero hay otras dos necesidades, que afectan nuestra vida temporal, que no podemos resolver y que no nos permiten vivir en plenitud; son necesidades temporales, cuya solución es trascendente, porque viene de Dios. La muerte como fin inexorable de la vida cuestiona su sentido. ¿Para qué vivir si tenemos que morir? En nuestro tiempo, en muchos lugares, la gente padece el sinsentido de la vida a tal grado que, cuando faltan las amenidades que la hacen tolerable, como la salud, el trabajo, el cariño, eligen el suicidio como término de una vida que ya no vale la pena vivir. Necesitamos un pastor, dependemos de un pastor. Es Jesucristo quien, al hacerse hombre, padece nuestra muerte y la vence por la resurrección, y así abre para nosotros horizontes de esperanza. Quienes nos unimos a Él por la fe y los sacramentos podemos vislumbrar que venceremos también nuestra muerte gracias a Él, y desde ese horizonte de eternidad damos sentido a nuestra vida temporal. «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú estás conmigo.» Solo en la apertura a la trascendencia la vida humana tiene sentido consistente y propósito firme frente a la muerte.
Hay otra segunda necesidad que solo Dios puede resolver. Somos libres, pero nuestra libertad en este mundo necesita luces para guiarse y elegir y decidir de manera constructiva. Con frecuencia descubrimos que hemos actuado de manera destructiva contra nosotros mismos y que hemos perjudicado al prójimo, a la familia, a la sociedad. ¿Cómo puede alguien rectificar su pasado para que no hipoteque su futuro? Solo el amor de Dios, el perdón de Dios, manifestado en la muerte de Cristo en la cruz, es capaz de sanar, remediar, desactivar un pasado más o menos inicuo, que haga posible vivir de modo constructivo un futuro abierto a la eternidad en Dios.
Pero Jesucristo ejerce este pastoreo a través de hombres que ha constituido en la Iglesia como sus representantes. Un elemento constitutivo de la Iglesia es el sacramento del orden. Por ese sacramento Jesucristo estableció que hombres comunicaran el Espíritu Santo que da vida, transmitieran su palabra y la doctrina de la fe, celebraran los sacramentos que dan vida y gobernaran su Iglesia. Los pastores de la Iglesia, obispos y sacerdotes, somos hombres frágiles, pecadores, limitados. Podemos fallar en el cumplimiento de nuestra misión tanto como los reyes antiguos de Israel fallaron en el cumplimiento de la suya. Por eso, una y otra vez debemos mirar al pastor Jesucristo que es nuestro modelo y corregirnos y crecer para ejercer este ministerio que se nos ha confiado de manera que nuestras acciones transparenten el pastoreo de Jesucristo.
El pasaje del evangelio de hoy nos ofrece una reflexión profunda. Jesús ha enviado a sus apóstoles solos, de dos en dos, para hacer lo que han visto hacer a Jesús, en una especie de ejercicio profesional supervisado. Regresan contentos de la experiencia y le cuentan a Jesús todo lo que han hecho. Jesús los invita entonces a un descanso: «Vengan conmigo a un lugar solitario, para que descansen un poco.» Pero al llegar al lugar supuestamente solitario, lo encuentran repleto de personas, que al intuir hacia dónde se dirigía Jesús, se le han adelantado para llegar antes que Él. Uno esperaría que Jesús le reprochara a la gente que no tenían un poco de consideración para dejarlos descansar un poco. No. Cuando Jesús desembarcó, vio una numerosa multitud que lo estaba esperando y se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas. Por una parte, el evangelista destaca cómo esa gente y también nosotros ansiamos la palabra que ilumine nuestras vidas, la gracia que fortalezca nuestros pasos, el amor de Dios que abra horizontes de eternidad; pero, por otra, también destaca la paciencia de Jesús, su compasión y dedicación, que deja de lado sus planes personales de descanso, para atender a la multitud que reclama su atención. Un modelo para nosotros los pastores de hoy, y para todos los que tenemos una misión en la Iglesia en nombre de Jesús.