Este domingo escuchamos el quinto y último pasaje del capítulo 6 del Evangelio según San Juan. En los domingos pasados, la Iglesia nos ha ido presentando segmentos de ese capítulo en los que Jesús expone y desarrolla su enseñanza acerca de la necesidad de creer en Él y de comer su Cuerpo y beber su Sangre para alcanzar la vida eterna. En este último pasaje, vuelve a aparecer la resistencia de algunos de los que lo escuchan. La declaración de Jesús de que hay que comer su carne les resulta inadmisible. Jesús dice: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Pero sus oyentes reaccionan con estas palabras: «Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?».
Creo que hay varios niveles de resistencia. Un primer nivel es hacia el mismo Jesús y su declaración de que la vida eterna se obtiene únicamente por medio de Él. ¿Cómo puede un hombre ser mediador de la vida eterna si eso solo lo puede hacer Dios? Ellos desconocen o no quieren admitir que Jesús, además de hombre, es también Dios; se quedan con la dimensión humana e histórica de Jesús, y les parece que su pretensión de ser mediador de vida eterna es desmesurada y hasta blasfema. Pero para eso se hizo carne la Palabra eterna de Dios: para ser el medio a través del cual el Padre nos concede participar en la vida divina que dura para siempre.
El segundo nivel de resistencia se refiere al sacramento. La idea de comer la carne y beber la sangre de Jesucristo resulta inaceptable, pues los oyentes no son capaces de comprender que esa comida y bebida es sacramental y no física. Un ritual caníbal con el cuerpo físico de Jesús alcanzaría solo para unos pocos y no para todos los creyentes de todos los tiempos.
Quien mantiene su mirada y sus referencias circunscritas a las realidades de este mundo temporal no puede comprender las realidades espirituales que duran para siempre.
Jesús responde, sobre todo, a la primera objeción, que considera fundamental: «¿Esto los escandaliza? ¿Les escandaliza que haya dicho que la vida eterna se obtiene por mí? ¿Les escandaliza que diga que soy el pan que da vida eterna? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?» Si no quieren admitir que Jesús viene de Dios, explica Él, ¿qué pensarán o dirán cuando vean que regresa al Padre, al cielo, de donde vino en primer lugar? Sus interlocutores no tienen respuesta a estas preguntas de Jesús. Él amplía su explicación: «El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha». Es decir, quien mantiene su mirada y sus referencias circunscritas a las realidades de este mundo temporal no puede comprender las realidades espirituales que duran para siempre. Por eso Jesús les dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Esa frase significa que, a menos que nuestra mente trascienda el horizonte de las realidades de este mundo y de este tiempo, no seremos capaces de comprender no solo lo que Jesús explica en este capítulo, sino nada de lo que Él dice y el Nuevo Testamento enseña. La enseñanza de Jesús, del Evangelio y de todo el Nuevo Testamento es que la salvación y el destino al que Dios nos convoca están en otra dimensión que trasciende este mundo y este tiempo. Y ya desde ahora nuestra mente y nuestro corazón deben abrirse a esa dimensión.
Desde entonces, continúa explicando el evangelista, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con Él. Es importante observar que quienes se alejaron de Jesús a partir de esta enseñanza no fueron los judíos que ya antes se resistían a creer en Él. Quienes se retractaron y se retiraron fueron muchos de sus discípulos, es decir, personas que antes lo seguían, pero que, a medida que conocieron la identidad más íntima de Jesús y su declaración de ser el mediador de la vida eterna, se alejaron, dejaron de seguirlo. Todavía hoy ocurre que muchas personas, que crecieron como creyentes católicos, al llegar a cierta edad, al tener la experiencia universitaria, o al entrar al mundo laboral, se bloquean, se hacen resistentes a la fe y abandonan la práctica religiosa y la Iglesia. No es cierto que los estudios hagan a una persona incrédula, pues hay mucha gente instruida y titulada que es creyente. Incluso hay personas que no eran creyentes, se interesaron por estudiar y comprender la teología católica y las críticas históricas que se le hacen a la Iglesia (como la Inquisición, las Cruzadas, la conquista de América, o las inmoralidades del clero) y, al conocer la verdad, se hacen católicos. Quien se interesa por la fe, lee y estudia los fundamentos que sostenemos quienes creemos, descubrirá que hay razones más poderosas para creer que para no creer. Es mucho más razonable creer que dejar de creer. Pero en nuestro mundo pareciera ser un blasón de honor decir que uno ya no cree, como si la fe fuera un cuento de niños que, al crecer, uno deja de tomar en serio.
Es mucho más razonable creer que dejar de creer.
Jesús entonces plantea claramente el requerimiento a sus Doce discípulos, a sus más íntimos, a sus seguidores: «¿También ustedes quieren dejarme?» Simón Pedro, en nombre de sus compañeros, da la respuesta de fe: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». En torno a la persona de Jesús no podemos permanecer indiferentes. Hay que tomar una decisión. Ha habido épocas en que la cultura tenía una impronta religiosa católica y uno accedía a la fe por tradición; uno recibía la fe en la familia, aprendía a vivir como creyente y participaba en la liturgia y las tradiciones religiosas con alegría. Aun así, había que comprender y estudiar al menos los rudimentos del catecismo para conocer lo que creemos y cómo debemos vivir. En esta época actual en que la sociedad se descristianiza, la opción de la fe exige conocer y decidir.
Seguir a Jesús no es una obligación, es un acto de libertad.
Cada persona tiene su proceso personal. Algunos requerirán más estudio, examen y conocimiento; para otros, la experiencia de la liturgia o de la oración será suficiente argumento para creer. Pero quien se encierra en este mundo como lo único real que hay, de partida se excluye de la opción de fe. La pregunta de Jesús también tiene otra implicación: la fe es libre. «¿También ustedes quieren dejarme?» Seguir a Jesús no es una obligación, es un acto de libertad. Pedro responde: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». Solo Tú tienes palabras que dan sentido a la vida; solo Tú nos conduces a Dios. ¿A quién iremos? No hay otro en la tierra que nos dé la vida eterna que Tú prometes. Que nosotros también podamos responder como Pedro: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». Tú eres el Salvador que Dios nos ha enviado para llevarnos a la luz que nos alegra y da sentido.
Mons. Mario Alberto Molina, OAR
La imagen que acompaña este texto es del cuadro La comunión de los Apóstoles, de Luca Signorelli. Pintado en 1512, se encuentra en el museo diocesano de Cortona.