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La Pascua para san Agustín era la fiesta de la vida

Sin duda san Agustín cada vez que celebraba la Pascua a lo largo de su vida, no dejaría de recordar la noche del 24 al 25 de abril del año 387, en la que él había recibido el bautismo y se había revestido de Cristo para ser una creatura nueva en Dios, haciendo realidad las palabras que había leído en el códice del apóstol san Pablo en el huerto de Milán, obedeciendo a la voz que le decía, “Tolle, lege” (¡toma y lee!), pues ahí había recibido la invitación a “despojarse de las obras de las tinieblas y a revestirse con las armas de la luz” (Rm 13, 13).

La teología bautismal y la invitación a vivir con fidelidad la llamada a la santidad recibida en el bautismo estará presente en sus homilías y en sus escritos, lo mismo que el pensamiento de la celebración de la Pascua y del hecho de celebrarla todos los años, no porque Cristo tenga que morir muchas veces, sino que cada año los fieles actualizan su recuerdo, para no olvidar la centralidad del misterio de la resurrección de Cristo en la vida de los creyentes, y de este modo lo que sucedió una sola vez de manera definitiva, se repite todos los años para avivar el recuerdo y la fe de los fieles: “La repetición anual de la solemnidad equivale a una repetición de lo que Cristo el Señor sufrió por nosotros en su única muerte. Lo que tuvo lugar una sola vez en la historia para la renovación de nuestra vida se celebra todos los años para perpetuar su memoria”  (sermón 206,1).

La Pascua era para san Agustín la fiesta de la vida. El creyente está llamado a morir a su vida de pecado, para resucitar con Cristo a una vida nueva, a una vida plena. Por eso señala san Agustín en uno de sus sermones de Pascua, que es preciso morir al hombre viejo y al pecado, para poder vivir en Cristo, y solo de esta manera cuando llegue la muerte corporal, podremos verdaderamente vivir con Dios: “Creíste y te has bautizado: murió la vida antigua, recibió la muerte en la cruz, fue sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida antigua, en la que viviste mal; resucite la nueva. Vive bien; vive para vivir; vive de manera que, cuando mueras, no mueras” (s. 229 E, 3).

Por otro lado la Pascua era para san Agustín un tiempo litúrgico en el que se adelanta el gozo de la vida eterna con Dios, pues es el tiempo de cantar Aleluya, es decir, “alabad a Dios”, y precisamente la alabanza será la ocupación principal de los bienaventurados en la vida eterna:Con razón, hermanos míos, mantiene la Iglesia la tradición antigua de cantar el Aleluya durante estos cincuenta días. Aleluya y alabanza a Dios son la misma cosa. Con él se nos anticipa simbólicamente, en medio de nuestras fatigas, lo que haremos en nuestro descanso. En efecto, cuando después del trabajo presente lleguemos a él, la única ocupación será la alabanza de Dios; toda nuestra actividad se reducirá al Aleluya. ¿Qué significa el Aleluya? Alabad a Dios” (s. 252, 9).

El tiempo pascual es símbolo de la vida eterna con Dios, donde el ser humano podrá gozar para siempre de Dios y alabarlo. Es pues un tiempo de esperanza y consuelo, en el que se anticipa de manera litúrgica y misteriosa, el gozo eterno del cielo, donde el hombre podrá amar, alabar, contemplar a Dios y finalmente descansar. Así lo señala san Agustín en uno de sus sermones de Pascua, adelantando de alguna manera, las célebres palabras con las que concluye su obra de La Ciudad de Dios: “Hagamos de estos días un símbolo del día sin fin. Hagamos del lugar de la mortalidad un símbolo del tiempo de la inmortalidad. Apresurémonos allegar a la casa eterna. Dichosos los que habitan en tu casa, Señor; te alabarán por los siglos de los siglos. Lo dice la ley, la Escritura, la Verdad: hemos de llegar a la casa de Dios que está en los cielos. Allí alabaremos a Dios no cincuenta días, sino -como está escrito-, por los siglos de los siglos. Lo veremos, lo amaremos y lo alabaremos; ni desaparecerá el ver, ni se agotará el amar, ni callará el alabar; todo será eterno, nada tendrá fin”  (s. 254, 8).

El Aleluya se vuelve para san Agustín un viático para el caminante y peregrino de la ciudad de Dios. Poder cantar el aleluya en el tiempo presente es un acicate y estímulo para seguir recorriendo el camino con alegría, a pesar de las dificultades y problemas, sabiendo que nos aguarda el reino eterno y la vida eterna con Dios. El aleluya es pues canto de peregrinos, de viandantes que saben que en esta tierra no tiene morada perpetua y se dirigen hacia Dios: “También en este tiempo de nuestra peregrinación cantamos el Aleluya como viático para nuestro solaz; el Aleluya es ahora, para nosotros, cántico de viajeros. Nos dirigimos por un camino fatigoso a la patria, lugar de paz, donde, depuestas todas nuestras ocupaciones, no nos quedará más que el Aleluya” (s. 255, 1).

De hecho los cincuenta días del tiempo pascual son interpretados por san Agustín de una manera simbólica, como la suma de cuarenta, que representa los trabajos y cansancios de la vida actual, al que hay que sumar el diez del denario prometido a los obreros fieles y perseverantes que trabajen en la viña del Señor. Por eso el tiempo pascual tiene para san Agustín un hondo sentido escatológico, como lo repite en muchos de sus sermones: “Pero, una vez que hayamos vivido santamente el número cuarenta, es decir, una vez que hayamos vivido santamente en esta dispensación temporal, caminando en conformidad con los preceptos de Dios, recibiremos como salario el denario que corresponde a los fieles (…) Así, pues, añade el salario del denario al número cuarenta santamente vivido y resultará el número cincuenta, que simboliza la Iglesia futura, donde se alabará a Dios por siempre” (s. 252, 11).

Y dentro de este simbolismo pascual, si se multiplica el cincuenta por tres, número de la Trinidad y se le suma tres, se tiene ciento cincuenta y tres, el número de peces cogidos por los apóstoles después de la resurrección de Cristo en la pesca milagrosa: “Mas, como todos han sido llamados a vivir santamente en el número cuarenta en el nombre de la Trinidad y a recibir el denario, multiplica el número cincuenta por tres y obtendrás ciento cincuenta. Añádele el misterio mismo de la Trinidad y resultan ciento cincuenta y tres, el número de peces que fue capturado a la derecha” (s. 252, 11).

La Pascua es finalmente para san Agustín, entre otros elementos que podríamos resaltar, un tiempo de gozo y alegría, de saber que la muerte no es el final, sino que después de la muerte, viene la vida y la resurrección. Por eso señala san Agustín que la cincuentena pascual es un tiempo de gozo y alegría que debe empapar toda la existencia del creyente: “Estos días que siguen a la pasión de nuestro Señor, y en los que cantamos el Aleluya a Dios, son para nosotros días de fiesta y alegría” (s. 228, 1).

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