Una palabra amiga

La Inmaculada Concepción: un signo de esperanza

La solemnidad de la Inmaculada Concepción de María conmemora una acción de Dios profundamente vinculada con la Navidad, celebración para la cual nos estamos preparando. Hoy celebramos la intervención especial de Dios, junto al Hijo de Dios, en el momento en que la Virgen María fue concebida en el seno de su madre, santa Ana. Mientras que todos los seres humanos somos concebidos y nacemos con la necesidad de la salvación de Dios, sujetos a la ley de la muerte e inclinados al pecado, María fue salvada desde el instante mismo de su concepción.

A diferencia de nosotros, que nacemos con pecado original, la Virgen María fue preservada de esta carencia. Su concepción fue inmaculada, libre de pecado. Fue salvada de antemano por Cristo para que el Hijo de Dios pudiera nacer de una raíz pura y santa. De este modo, al ser concebida sin pecado original, María se convirtió, por la gracia y el favor divino, en el inicio puro y santo de una historia de salvación que culminaría en la encarnación del Hijo de Dios en su seno. Dios preparó así a quien sería su Madre.

María se convirtió en el inicio puro y santo de una historia de salvación que culminaría en la encarnación del Hijo de Dios en su seno.

El fundamento de esta fe radica, en primer lugar, en la convicción de que el Hijo de Dios no podía nacer de una mujer afectada por el pecado. Dios y el pecado son incompatibles. Aunque el Hijo de Dios nació en un mundo de pecadores y vino para salvarnos, él mismo estuvo libre de pecado. Esta idea, de que los orígenes humanos del Salvador debían estar limpios de pecado, llevó a la certeza de que su madre debía ser santa desde sus raíces. Esta convicción encuentra su fundamento en las palabras del ángel Gabriel cuando saluda a María y la llama «llena de gracia». Este término significa que María fue especialmente favorecida por Dios, elegida para una misión única. Este favor no comenzó con la visita del ángel, sino que se remonta al inicio de su existencia, al momento de su concepción en el vientre de santa Ana, cuando Dios la preservó del pecado y de la muerte. Mientras que nosotros somos purificados del pecado por el bautismo, la Virgen María no fue purificada, sino preservada de todo pecado desde el primer instante de su vida. En resumen, celebramos que Dios es más grande, más puro y más poderoso que el pecado humano.

«Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas».

Hoy hemos repetido el estribillo: «Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas». Estas maravillas se reflejan en la Virgen María, pero también en todo el plan de salvación que Dios ha diseñado para nuestro bien. La concepción inmaculada de María tuvo el propósito de preparar la encarnación del Salvador de todos nosotros. Las palabras de san Pablo en su carta a los Efesios, que hemos leído hoy, nos enseñan que también nosotros hemos estado en el pensamiento de Dios desde la creación del mundo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en él con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo». Esta elección divina incluye tanto a la Virgen María, por su concepción inmaculada, como a todos nosotros, mediante el don de la fe, el bautismo y los sacramentos. Dios nos eligió para ser santos e irreprochables a sus ojos, por amor. María fue santa e irreprochable desde su concepción; nosotros, a través de la escucha de la Palabra, el bautismo y la perseverancia en las buenas obras.

Si la historia humana está marcada por el pecado desde la desobediencia de Adán y Eva, la historia de santidad está marcada por la gracia,

El propósito salvífico de Dios se realiza en nosotros por medio de la fe, el bautismo, la caridad y la Eucaristía, así como a través de la perseverancia en las buenas obras y la esperanza. Dios nos ha hecho hijos suyos y, junto con Cristo, nos ha constituido herederos de la vida eterna. Nos ha capacitado para compartir su vida divina por medio del Espíritu Santo. Para esto fuimos creados: para participar en la raíz de santidad que se introdujo en el mundo con la inmaculada concepción de María, uniéndonos a Cristo a través de la fe, los sacramentos y las buenas obras.

En la primera lectura de hoy, hemos recordado lo que sucedió tras el pecado de Adán y Eva, cuando se escondieron de Dios. Él bajó al jardín y preguntó: «¿Dónde estás?» Desde entonces, Dios sigue bajando al mundo para llamarnos y decirnos: «¿Dónde estás? No te escondas de mí. Si te avergüenzas por haber pecado, no te escondas, porque solo si reconoces tu pecado puedo sanarte». Esta pregunta de Dios se hizo más clara y urgente con el envío de su Hijo, que vino a buscar a los pecadores, ofrecerles el perdón e integrarlos en la historia de santidad que comenzó con la concepción inmaculada de María. Si la historia humana está marcada por el pecado desde la desobediencia de Adán y Eva, la historia de santidad está marcada por la gracia, cuyo origen está en la muerte y resurrección de Cristo, nacido de la raíz santa de María. Alegrémonos y demos gracias a Dios por su infinita bondad.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

La imagen que acompaña este texto en el título corresponde al cuadro La Inmaculada del Escorial, de Bartolomé Esteban Murillo. (Museo del Prado, Madrid)
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