En este cuarto domingo de Adviento, la Iglesia, a través de las lecturas que nos propone para la misa, nos invita a meditar sobre la persona y la misión de Jesús. La Navidad es la celebración litúrgica que fomenta el deseo y motiva la voluntad para que conozcamos mejor a Jesús, pues en él creemos, en él esperamos y a él amamos.
Al conmemorar su nacimiento, no nos quedamos en sentimentalismos infantiles, sino que subimos espiritual y mentalmente para penetrar un poco más en la persona de Jesús y su misión.
Las tres lecturas que nos propone hoy la liturgia transmiten mensajes complementarios. Encuentro especialmente interesante la segunda lectura. El autor de la carta a los Hebreos se imagina un diálogo en el cielo entre el Hijo de Dios y su Padre eterno. El fundamento para imaginar ese diálogo es el Salmo 40. La carta a los Hebreos enseña que los sacrificios y el culto que se ofrecían en el Templo de Jerusalén ya han perdido su significado y propósito desde que Cristo se ofreció a sí mismo en la cruz para el perdón de los pecados. Y si eso vale para el culto del Templo de Jerusalén, con mayor razón se podría afirmar lo mismo de las demás religiones del mundo. Todas las religiones han encontrado plenitud en Cristo y su Evangelio, y sus cultos han sido sustituidos por la muerte de Cristo en la cruz.
Por lo que se refiere al culto y los sacrificios del Templo de Jerusalén, en las mismas Escrituras del Antiguo Testamento encontramos dos tipos de textos. Están los libros que describen minuciosamente cómo hay que realizar las diversas ofrendas y sacrificios. Las ofrendas por el pecado implicaban, por lo general, el degüello de un cordero o de un macho cabrío. Por otra parte, existen otros muchos textos, también en el Antiguo Testamento, que aseguran que a Dios no le agradan esos sacrificios de animales, pues ni le hace falta esa sangre ni la muerte de un animal puede compensar los pecados humanos. Lo que le agrada a Dios es la conducta recta y la obediencia a sus mandamientos. Estos dos tipos de textos, en cierto modo contradictorios, conviven pacíficamente en el Antiguo Testamento. La muerte de Cristo en la cruz resolvió esta contradicción, pues esa muerte sangrienta obtuvo su valor de ser la consecuencia extrema de la obediencia suprema.
«No quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio, me has dado un cuerpo. No te agradan los holocaustos ni los sacrificios por el pecado; entonces dije: ‘Aquí estoy’»
En el Salmo 40 (en su versión griega), el salmista declara ante Dios: «No quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio, me has dado un cuerpo. No te agradan los holocaustos ni los sacrificios por el pecado; entonces dije: ‘Aquí estoy’». Pero, ¿quién es el que habla en el salmo? El autor de la carta no duda en decir que quien habla es el Hijo de Dios a su Padre en el cielo. Es el momento de la encarnación, cuando el Hijo de Dios se va a hacer hombre.
Hace falta un motivo, una razón, para una decisión de tanto alcance. Efectivamente, la humanidad se debate en su pecado y no hay modo en que pueda ella misma habilitarse para recibir el perdón de Dios. Para recibir cualquier perdón, humano o divino, uno tiene que capacitarse para recibirlo. Normalmente, uno se capacita para recibir perdón cuando se arrepiente de haber cometido la mala acción y asume sobre sí el daño causado. Este arrepentimiento se demuestra cuando uno asume en su propia persona, al menos en parte, el daño que ha causado. El sistema penitencial de cárceles y multas funciona con esta lógica: quien ha cometido un delito debe sufrir una pena para poder reintegrarse a la sociedad y reconciliarse con ella.
Me gusta ver en ese «Aquí estoy» del Hijo de Dios en el cielo el fundamento para el «Hágase en mí según tu palabra» de la Virgen María en la tierra.
Pero, ¿cómo podía la humanidad rehabilitarse ante Dios para recibir su perdón? Una cabra o un cordero no tienen la capacidad de expiar el pecado humano, aunque el animal derrame su sangre; un animal no puede asumir la responsabilidad del pecado de la humanidad. Pero si Dios mismo se hace hombre y muere por los hombres, entonces sí. Lo importante del sacrificio de Cristo no es ni el sufrimiento ni el derramamiento de sangre, sino la obediencia a la voluntad de Dios hasta la muerte. Pues el pecado es desobediencia a esa voluntad. Con esto, Cristo suprime los antiguos sacrificios para establecer uno nuevo: el sacrificio de la obediencia hasta la muerte y una muerte en la cruz. Y en virtud de esta voluntad, todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez por todas. Por eso el Hijo le dice al Padre: «Aquí estoy; envíame al mundo como un ser humano para entregar mi cuerpo y derramar mi sangre, para que la humanidad quede habilitada para recibir el perdón de sus pecados». Y a mí me gusta ver en ese «Aquí estoy» del Hijo de Dios en el cielo el fundamento para el «Hágase en mí según tu palabra» de la Virgen María en la tierra.
Cristo nació para morir. Y aquí conviene recordar la razón más probable por la que celebramos la Navidad el 25 de diciembre. Jesucristo murió durante la celebración de la Pascua judía; esto es cierto. Pero no sabemos en qué año preciso ocurrió esa muerte ni en qué día del mes según el calendario romano cayó la Pascua judía ese año. Como en Cristo todo es perfecto, los antiguos argumentaban que el día de su muerte debió ser el mismo día de su encarnación y que la redención del mundo tuvo que ocurrir el día de la creación. Según cálculos antiguos, algunos concluyeron que la muerte de Cristo habría tenido lugar un 25 de marzo según el calendario romano antiguo. En esa fecha también se celebraba la creación del mundo y dedujeron que en ese día debió de ser concebido. Creación del mundo, encarnación del Hijo de Dios, y muerte redentora de Jesucristo, todo habría coincidido según el designio providente de Dios. Por eso celebramos la encarnación de Jesús el 25 de marzo y su nacimiento nueve meses después, el 25 de diciembre. El Hijo de Dios nació para morir por nosotros, y su muerte trajo la renovación del mundo.
«La grandeza del que ha de nacer llenará la tierra y él mismo será la paz»
El oráculo de Miqueas de hoy concluye con esta declaración de gran esperanza: «La grandeza del que ha de nacer llenará la tierra y él mismo será la paz». El pueblo judío y, en realidad, toda la humanidad íbamos por este mundo a la espera de la salvación. Los ancianos Zacarías e Isabel, los padres de Juan el Bautista, representan a esa humanidad envejecida en la espera. Por eso, cuando María, ya embarazada de Jesús, llega a visitar a Isabel, esta mujer, llena del Espíritu Santo y de la alegría de Dios, exclama alborozada: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!». Recibamos nosotros también la visita de la Virgen María, que nos trae a Jesús, y reconozcamos en él a nuestro Salvador.