Mons. Mario Alberto Molina, O.A.R., arzobispo emérito de la Arquidiócesis de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán, nos introduce en el Triduo Pascual con una profunda reflexión sobre el sentido del Jueves Santo. Desde la Eucaristía hasta el lavatorio de los pies, nos guía para comprender el misterio de Cristo que se entrega por amor.
Comienza el Triduo Pascual: la victoria sobre el pecado y la muerte
Con esta celebración vespertina iniciamos el Triduo Pascual, la celebración más importante de la liturgia católica. A lo largo de estos tres días, desde hoy hasta el domingo en la noche, la liturgia toma como guía el relato de la pasión, muerte y resurrección del Señor que encontramos en los evangelios. Cada día, en la liturgia, iremos conmemorando los acontecimientos salvíficos por medio de los cuales Jesucristo, nuestro Señor, venció el pecado y la muerte para darnos santidad y vida.
El domingo pasado leímos el relato de la pasión de Jesucristo según san Lucas. El relato comienza por la narración de la última cena del Señor con sus discípulos, durante la cual instituyó la Eucaristía y lavó los pies de sus discípulos. Por eso, en esta tarde, la liturgia de la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía y repite el gesto del lavatorio de los pies. Ambos gestos de Jesús remiten anticipadamente a su muerte en la cruz. Las lecturas que leeremos en cada celebración nos ofrecerán el contenido teológico del acontecimiento que celebramos.
Pascua: la liberación definitiva
Jesucristo murió durante la celebración del pésaj judío. Pésaj es la palabra hebrea de la que se deriva nuestra palabra “Pascua”. Los judíos celebraban y todavía hoy celebran el pésaj por medio de una cena familiar en la que se conmemora la liberación de la esclavitud de Egipto. Jesús murió en los días en que se celebraba el pésaj. Desde un punto de vista humano, eso es pura casualidad; pero desde la mirada de la fe, uno descubre el designio de Dios.
Si los judíos celebraban la liberación de Egipto, Jesucristo, con su muerte, nos trajo la verdadera y definitiva liberación del pecado, de las inconsistencias de la libertad y del temor a la muerte que socava el sentido de la vida humana.
El cordero, la sangre y el nuevo tiempo
En la primera lectura de esta misa hemos escuchado las instrucciones para la celebración del pésaj. Se nos indica que el primer mes del año comenzaba con la luna nueva de primavera. El día 10 del mes, los judíos debían elegir un corderito y sacrificarlo el día 14, el día de luna llena. Ese fue el día en que murió Jesucristo. Todavía hoy nosotros celebramos la Pascua de Resurrección el domingo siguiente a la primera luna llena de primavera. Como el ciclo lunar no coincide con el solar, la Semana Santa cambia de fecha cada año.
Si los judíos consumían un corderito en la cena del pésaj, Jesucristo es el verdadero Cordero de Dios, que entregó su vida por nosotros y se nos dio a comer en la Eucaristía. Con su muerte comenzó no un año nuevo, sino una era nueva: el tiempo de la salvación, de la gracia y de la misericordia de Dios. Moisés ordenó que aquel día fuera un memorial perpetuo; la Pascua cristiana lo es en plenitud.
La Eucaristía: cuerpo entregado, sangre derramada
Jesús celebró la cena de Pascua con sus discípulos el día antes de padecer. “Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes”, dijo Jesús. En esa cena, Jesús no menciona al cordero: lo sustituye por sí mismo. La segunda lectura de hoy, tomada de san Pablo, es el testimonio más antiguo que tenemos sobre la celebración de la Cena del Señor.
“Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes”
Durante la cena, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió, lo distribuyó a sus discípulos y dijo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes”. Y añadió: “Hagan esto en memoria mía”. Luego tomó el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre. Hagan esto en memoria mía”.
En la Eucaristía, Jesús anticipa sacramentalmente su muerte. Cada vez que celebramos la Cena del Señor, actualizamos ese sacrificio: comemos su cuerpo entregado y bebemos su sangre derramada. Así, participamos de su vida.
La institución del sacerdocio: Cristo actúa en la Iglesia
En la celebración de la Eucaristía, el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Solo Dios puede realizar este misterio. Al instruir a sus apóstoles, les confió que él mismo actuaría por medio de ellos, mediante el poder del Espíritu Santo.
Por eso, este día también conmemoramos la institución del ministerio sacerdotal. Los obispos y presbíteros son los servidores por medio de los cuales Jesucristo perpetúa su entrega. En cada misa, Cristo actúa a través del sacerdote para prolongar su amor redentor.
El lavatorio de los pies: signo del amor que se entrega
El evangelio según san Juan no relata la institución de la Eucaristía, pero sí narra un gesto profundamente significativo: Jesús, durante la cena, se puso a lavar los pies de sus discípulos. “Habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo”.
Ese gesto es un signo de su muerte. Lavando los pies, Jesús anticipa su entrega en la cruz. Pedro, al resistirse, rechaza simbólicamente esa entrega: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”, le advierte Jesús. Aceptar que Cristo lave nuestros pies es aceptar que él muera por nosotros.
“Habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo”.
Jesús nos manda a hacer lo mismo: “Lávense los pies unos a otros”. No se trata solo de humildad, sino de caridad unida al sacrificio. Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos (Jn 15,13).
El amor de Cristo, nuestro camino
El gesto litúrgico de lavar los pies este día es una representación gráfica del amor de Cristo, de su entrega, de su sacrificio. El sacerdote no muere por nosotros: eso lo hizo Jesús. Pero al evocar el gesto, recordamos que el amor cristiano se concreta en el servicio y se perfecciona en la cruz.
Demos gracias a Dios que ha sido tan bueno con nosotros.