Las 20 toneladas de cariño y solidaridad salieron del Colegio San Agustín de Valladolid, recogiendo las donaciones llegadas de colegio San Agustín de Chiclana, del colegio Romareda de Zaragoza, del pueblo de Viana en Navarra y de algunas comunidades de Madrid, así como de la Comisión de Misiones y la Fundación Premio Arce de la Universidad Politécnica de Madrid en colaboración con una empresa comercial.
En esta ocasión el regalo estrella es un taller de carpintería, que servirá para poner en marcha una escuela de artes y oficios. Al taller, en el que hay puestas muchas esperanzas por las oportunidades que puede dar a la juventud de Kamabai, se suman comida, medicinas, ropa, juguetes, los consabidos chorizos, el jamón, vajillas, cerámica, una televisión y hasta una lavadora. En junio del pasado año se envió en quinto contendor solidario, en aquella ocasión se mandaron dos grupos electrógenos con los que los talleres de la escuela profesional podrán hacerse realidad.
La solidaridad de grandes y pequeños
Cada contenedor tiene su intrahistoria y sus protagonistas. Algunos se repiten, aunque mantienen viva la frescura de su singular aportación, como es el caso de Carlos de la Fuente, un hombre especial donde los haya, generoso en extremo y volcado en la ayuda de los más necesitados y deprimidos. Está jubilado y acude a Valladolid una semana al mes para atender a su madre anciana. Esos días la ciudad se transforma en un torbellino: Hijas de la Caridad, Hermanitas de los pobres, asilos, residencias, casa de niños de acogida del Sida, contenedores de ayuda humanitaria, todo es poco para los infinitos recursos que no sabemos de dónde recibe y generosamente distribuye.
También aparecen otro tipo de personajes, algunos muy tiernos y simpáticos, como Elena, una niña de ocho años que me vio recogiendo juguetes en recepción y se acercó con una enorme sonrisa y una deliciosa lengua de trapo: ¡Cuántos juguetes! ¿Me das uno? Me debí quedar perplejo porque ella apostilló: “si te sobra, me gusta ese osito”. Le dije que sí, que podía quedarse con él, pero su mamá se dio cuenta y le dijo que era “para los niños pobres y eso no estaba bien”. Se quedó entre decepcionada y sorprendida, me devolvió el oso y me regaló un enorme abrazo y un maravilloso beso: “Dile a los niños pobres que los quiero mucho, que no estén tristes y que mañana les voy a regalar mi peluche”. Y cumplió su promesa, al día siguiente había un hermoso peluche y un dibujo especial para el “Señor de los juguetes”.
Diego es otro de estos niños sorprendentes y maravillosos. Se acercó a su padre y le espetó a bocajarro: “escribe a tu hijo de África, que nosotros ya hemos preparado la carta y el regalo”. O Gonzalo, un canijo que levanta un palmo del suelo y escribió a su “hermano sierraleonés”: “Te mandamos ropa y comida. ¡Eres el mejor!”.
O el comentario de Carlos y Mario, dos chicos de sexto de primaria, que cuando partía el contenedor se quedaron asombrados mirando su marcha y entre ellos se decían: ¡Qué ilusión les va a hacer nuestros regalos, nos gustaría estar allí cuando los abran! ¿Qué habéis mandado? Les pregunté yo, “pues cuadernos, bolígrafos, ropa y algunos regalillos” y a continuación me preguntaron: “¿Tú crees que cuando acaben allí sus estudios podrán venir aquí a la universidad?” Pudiera ser, les contesté. “Pues que vengan con nosotros a Valladolid y no se queden en Madrid como Yamasita. Estudiarán con nosotros en nuestra casa”. Raquel, la catequista de 1º de bachillerato, me mandó un correo por la noche y me decía: “Le pregunté a Laín que cómo pasó la tarde ayudando con el contenedor. ¿Sabes lo que me respondió? De las mejores experiencias de mi vida”.