La vida contemplativa también es parte de la misión de la Iglesia. En este artículo, la agustina recoleta Alicia Correa explica que en la labor orante de las madres de clausura es una forma de ser misionera y llevar a cabo la misión.
En la Iglesia, tanto a las que vivimos en los claustros como a nuestros hermanos los monjes, se nos identifica como los expertos en la búsqueda del rostro de Dios (por lo menos a eso nos sentimos interpelados y no menos que a eso debemos aspirar). “Estamos llamados a degustar el misterio del Dios que es amor (1Jn 4, 16) y a custodiarlo en los caminos humanos”[1]. Lo expresa así de concreto la constitución apostólica Vultum Dei Quaerere:
“La vida consagrada es una historia de amor apasionado por el Señor y por la humanidad: en la vida contemplativa esta historia se despliega, día tras día, a través de la apasionada búsqueda del rostro de Dios, en la relación íntima con él[2].
Para hacerlo posible se nos donó un corazón despierto y atento a la necesidad de orar, un corazón vigilante capaz de esa búsqueda que genera la relación con Dios y escrutando entusiasmados, amar hasta el extremo, un corazón luchador que escala hasta lograr la cumbre del encuentro con ese Ser superior a nosotros, que se muestra al mismo tiempo como donación y tarea, que es más íntimo que nuestra propia intimidad[3], que posee la iniciativa en esta historia de amor personal e irrepetible, tejida con primor para cada uno de nosotros desde siempre; es decir, los contemplativos buscamos el rostro de un Dios que nos ha alcanzado primero, que es capaz de enardecer nuestro corazón, ”haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de Ti”[4] , un rostro que ya está desvelado para nosotros y que sin embargo nos ofrece la apasionante tarea de redescubrirlo como la “Belleza siempre antigua y siempre nueva”[5], un corazón al que se le va la vida aprendiendo a no vivir ya para sí mismo, sino que se desgasta y consume a tiempo perdido, en cualquier lugar y para siempre, porque se siente interpelado a ello.
“Debemos amar a Jesús, porque sólo los que están enamorados de Jesús, lo pueden anunciar al mundo con profunda convicción…se habla con entusiasmo, sólo de lo que se está enamorado…no se evangeliza sólo con las palabras, sino primero con las obras y la vida; no con lo que se dice, sino con lo que se hace y se es”[6].
Sólo de esta forma adquiere pleno sentido la oración, la contemplación, el encuentro. Aún nos atreveríamos a decir que esta es la antesala de lo mejor, porque la vida contemplativa no sólo se define por esta faceta de la intimidad con Dios, sería una visión muy parca la de esta grandiosa vocación, una percepción incompleta si sólo fuéramos capaces de mirarla desde este ángulo. La contemplación va más allá, porque es atreverse a cruzar hasta la otra orilla.
Cuando se vislumbra cada vez más cercano en el horizonte eclesial el mes extraordinario misionero que viviremos en octubre del presente año, cogidas de la mano la constitución apostólica VDQ y la consecuente instrucción aplicativa Cor Orans, entrelazando búsqueda, oración y misión como eslabones de una misma cadena, como los movimientos del corazón, el sístole que recoge la sangre y el diástole que la expulsa purificada, el corazón contemplativo vive simultáneamente la experiencia gozosa y dinamizadora del recogimiento como pórtico de la oración proyectado hacia fuera para una misión concreta, para llevar a cabo una evangelización peculiar. Intimidad y evangelización se dan la mano, una es origen y complemento de la otra. Las dos caras de una idéntica moneda.
El corazón orante, (lejos del apocamiento, de la humildad mal entendida, del encogimiento, de la pusilanimidad o del repliegue sobre sí mismo), forma parte de una Iglesia en salida que quiere llegar muy lejos, en concreto a cada ser humano, sin necesidad de moverse físicamente del lugar donde está.
“¡Cuánta eficacia apostólica se irradia de los monasterios por la oración y la ofrenda! ¡Cuánto gozo y profecía grita al mundo el silencio de los claustros!”[7].
Se hace como “el perfume que se expande por toda la casa”[8], como el aire puro que renueva y se percibe, como la raíz del árbol que oculta y calladamente proporciona sabia y vida a las ramas, como los movimientos del Espíritu, que como “el viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va”[9] .Así de sencillo, pero así de misterioso, paradójico y profundo a la vez. Oración y misión, como los dos travesaños que componen una misma cruz.
Sin argumentos que exponer, sin explicaciones ni razonamientos que dar, el ser misionero está injertado en las entrañas mismas de la contemplación. No puede existir una vida contemplativa que no haga suyas las preocupaciones y problemas de los hombres, no es creíble una verdadera contemplación sin la capacidad humana para descubrir el drama de la existencia en su verdadera profundidad, no hay contemplación auténtica si no se da una delicada sensibilidad para sentir con la Iglesia y asumir como propios con libertad y serenidad salvadora los dolores y la alegría de los hombres.
“La vocación monástica es una tensión entre la vida oculta y la visibilidad: una tensión en sentido vital, tensión de fidelidad. Vuestra vocación…consiste en ir precisamente al campo de batalla, es lucha, es llamar al corazón del Señor en favor de esa ciudad”[10].
Un corazón contemplativo es el que late porque vive, se dona hecho corazón vivo porque ora, acogiendo un misterio que se hace perenne realidad que mantiene y transforma, que ahonda en la comprensión del hombre. Esa es la verdadera misión contemplativa.
Nos hacemos eco del sentir del Papa:
“Queridas Hermanas contemplativas, ¿qué sería de la Iglesia sin vosotras y sin cuantos viven en las periferias de lo humano y actúan en la vanguardia de la evangelización? La Iglesia aprecia mucho vuestra vida de entrega total. La Iglesia cuenta con vuestra oración y con vuestra ofrenda para llevar la buena noticia del Evangelio a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. La Iglesia os necesita.
No es fácil que este mundo, por lo menos aquella amplia parte del mismo que obedece a lógicas de poder, de economía y de consumo, entienda vuestra especial vocación y vuestra misión escondida, y sin embargo la necesita inmensamente. Como el marinero en alta mar necesita el faro que indique la ruta para llegar al puerto, así el mundo os necesita a vosotras. Sed faros, para los cercanos y sobre todo para los lejanos. Sed antorchas que acompañan el camino de los hombres y de las mujeres en la noche oscura del tiempo. Sed centinelas de la aurora (cf. Is 21,11-12) que anuncian la salida del sol (cf. Lc 1,78). Con vuestra vida transfigurada y con palabras sencillas, rumiadas en el silencio, indicadnos a Aquel que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia y da vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Como Andrés a Simón, gritadnos: «Hemos encontrado al Señor» (cf. Jn 1,40); como María de Magdala la mañana de la resurrección, anunciad: «He visto al Señor» (Jn 20,18). Mantened viva la profecía de vuestra existencia entregada. No temáis vivir el gozo de la vida evangélica según vuestro carisma”[11].
Alicia Correa OAR Fernández
Monasterio del Corpus Christi (Granada)
[1] Contemplad. Carta a los consagrados y consagradas tras las huellas de la Belleza (CIVCSVA),70.
[2] VDQ 9
[3] Confesiones san Agustin 3, 6, 11. (A partir de ahora Conf.)
[4] Conf.10,20,29.
[5] Conf. 10
[6] https://www.revistaecclesia.com/padre cantalamessa-solo-los enamorados-de -Jesús-lo-anuncian-con-profunda-convicción
[7] VDQ 5
[8] Jn 12, 4
[9] Jn 3,8
[10] Papa Francisco, discurso a los consagrados y a las consagradas de la Diócesis de Roma, Ciudad del Vaticano, 16 de mayo de 2015.
[11] VDQ 6