Domingo IV de Adviento. Mt 1, 18-24

Invocación al Espíritu Santo

Invocamos al Espíritu Santo con las palabras de san Agustín

¡Ven Espíritu Santo, por quien se santifica toda alma piadosa que cree en Cristo para hacerse ciudadano de la ciudad de Dios! (en. Ps. 45, 8) Ven Espíritu Santo, haz que recibamos las mociones de Dios, pon en nosotros tu fuego, ilumínanos y elévanos hacia Dios (s. 128, 4).

Lectio

Con un corazón bien dispuesto, con serenidad, lee sin prisa las siguientes palabras, degustándolas y dejándote impactar por ellas:

El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera:

María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.

José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:

-«José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados».

Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta:

«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”».

Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

Meditatio

Meditemos ahora con el comentario de san Agustín sobre estas palabras del evangelio según san Mateo:

«Y cuando la Palabra asumió la carne en el tiempo para venir a nuestra vida temporal, no sólo no perdió la eternidad al asumirla, sino que, además, le otorgó la inmortalidad. De esta manera, él como esposo que sale de su tálamo, exultó como un gigante listo para correr su camino él que, existiendo en la forma de Dios, no consideró objeto de rapiña ser igual a Dios, sino que, para hacerse por nosotros lo que no era, se anonadó a sí mismo; no perdiendo la forma de Dios, sino tomando la de siervo; y, merced a ella, hecho a semejanza de los hombres, se halló siendo hombre en su porte, no en su propia sustancia. Todo lo que somos nosotros ya en el cuerpo ya en el alma, en nosotros es naturaleza, en él es porte; nosotros, si no somos eso, no existimos; él, aunque no lo fuera, sería ciertamente Dios. Y cuando comenzó a ser lo que no era, se hizo hombre permaneciendo Dios, de forma que con toda verdad no se afirma sólo uno de los dos términos, sino ambos. Porque se hizo hombre se afirma con toda verdad: mi Padre es mayor que yo, y porque permanece Dios: Yo y el Padre somos una sola cosa. En efecto, si la Palabra se hubiese cambiado y convertido en carne o, con otras palabras, Dios en hombre, sólo sería verdadero que el Padre es mayor que yo, y falso que Yo y el Padre somos una sola cosa, pues Dios y el hombre no son una sola cosa. Quizá se pudiera decir: «Yo y el Padre fuimos una sola cosa, pero no lo somos», pues lo que era y dejó de ser ciertamente no es, sino que fue. Ahora, en cambio, gracias a la verdadera forma de siervo que había recibido, dijo verdad al afirmar: El Padre es mayor que yo y, por la verdadera forma de Dios en que permanecía, la dijo también al sostener: Yo y el Padre somos una sola cosa. Se anonadó, pues, ante los hombres; pero este anonadamiento no consistió en convertirse en lo que no era para dejar de ser lo que era. Por consiguiente, puesto que la virgen concibió y dio a luz un hijo, dada su ostensible forma de siervo, nos ha nacido un niño. Como la Palabra de Dios, que permanece por siempre, se hizo carne para habitar en medio de nosotros, dada la forma de Dios oculta, pero inalienable, le llamamos por el nombre de Emmanuel como lo anunció Gabriel. Permaneciendo en su ser, Dios se hizo hombre, para que al hijo del hombre se le llame con propiedad Dios con nosotros: no es Dios uno y hombre el otro» (s. 187, 4).

Oratio

Oremos ahora desde lo profundo de nuestro corazón con el texto. Te sugiero las siguientes frases y preguntas que pueden despertar en ti el diálogo con Dios y, a la vez, suscitar afectos y sentimientos en tu diálogo con Dios. No pases a otra frase o pregunta si todavía puedes seguir dialogando con Dios en alguna de ellas. No se trata de agotar esta lista, sino de ayudarte a orar con aquellos puntos que se ajusten más a tu experiencia personal:

1.«José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).

*¿Qué importancia das al Espíritu Santo en tu vida?

*¿Qué sucede en tu vida cuando los planes de Dios son distintos a tus propios planes personales?

2. «Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1, 21).

*¿Cómo es tu devoción hacia María, madre de Cristo salvador?

*¿Qué significa que Cristo sea tu salvador?

Contemplatio

Te propongo algunos puntos de contemplación interior afectiva. Una vez más, no hace falta que los sigas todos, sino que escojas el que se ajuste más a tu experiencia personal:

  1. Contempla a José recibiendo el anuncio del ángel y su sorpresa ante sus palabras. Contempla y adora.
  2. Contempla a José recibiendo a María en su casa y contempla cómo él sabe que en su seno se ha encarnado y se desarrolla el Hijo de Dios. Contempla y adora.

Communicatio

Piensa en todo lo que puedes compartir con los que te rodean de la experiencia que has tenido de Dios, particularmente lo relativo al nacimiento de Cristo y la actitud de san José. Pueden ayudarte, como una guía, los siguientes puntos para compartir con tu comunidad la experiencia de lectio diuina sobre  este texto:

*¿Qué he descubierto de Dios y de mí mismo en este momento de oración?

*¿Cómo puedo, en estos momentos de mi vida, aplicar este texto de la Escritura? ¿Qué luces me da? ¿Qué retos me plantea?

*¿A qué me compromete concretamente este texto de la Escritura en mi vida espiritual, en mi vida de comunidad?

*¿Cuál ha sido mi sentimiento predominante en este momento de oración?

Oración final de san Agustín

Vueltos hacia el Señor

«El seno de la Virgen María fue como el lecho nupcial donde se hizo cabeza de la Iglesia, y de allí salió como el Esposo de su tálamo» (Io. eu. tr. 8, 4)


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