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El objetivo propuesto

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 23 de febrero.

Este pasaje evangélico que acabamos de leer y escuchar es continuación directa del que leímos el domingo pasado. Jesús propone otros ejemplos para ilustrar el nuevo modo como quiere que comprendamos los mandamientos. Jesús quiere que entendamos los mandamientos, no desde sus requerimientos mínimos, sino desde alcances máximos. Nuestro criterio de conducta no debe contentarse con cumplir con lo mínimo necesario, sino que debe tender a alcanzar lo máximo posible, pues, nosotros, los discípulos de Jesús debemos ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto.

Pero esta frase de Jesús, con la que concluye la lectura de hoy, nos obliga a detener-nos y a pensar un poco. ¿No se parece esa pretensión de ser perfecto como Dios a la propuesta que la serpiente en el Jardín de Edén le hizo a Eva cuando la sedujo diciéndole que si comía del fruto del árbol prohibido llegaría a ser como Dios? Se parece en su objetivo, pero es distinta en los medios para alcanzarlo. La serpiente le propuso a Eva llegar a ser como Dios quebrantando el mandamiento de Dios. Jesús propone a sus discípulos ser perfectos como Dios cumpliendo su mandamiento en plenitud.

Pero, hay todavía otra objeción: ¿No es el objetivo que Jesús nos propone desproporcionado e incluso descabellado? ¿Podemos nosotros, simples humanos pecadores, ser perfectos como Dios? Esta es una pregunta que ha inquietado a los teólogos y simples cristianos a lo largo de los siglos. ¿Cómo es posible semejante proeza? Con la ayuda de la gracia. Pongo un ejemplo. Yo conozco a muchas personas que solas no pueden cantar ni la más simple melodía porque no agarran el tono y desafinan. Pero esas mismas personas, si alguien canta a la par, pueden apoyarse en la voz que oyen y cantar bien entonados. Cantar, cantan; es su voz y su tono. Pero ese canto propio es posible solo porque alguien les canta a la par la melodía. Apoyados en la melodía que les viene de fuera, pueden cantar perfectamente. Algo así sucede con nuestra conducta y nuestras buenas acciones. Dejados a nuestras solas fuerzas hacemos las cosas de modo imperfecto, incompleto, deficiente. Pero si la música de Dios vibra en nuestro interior, si el amor de Dios enciende nuestro ánimo, si experimentamos la fuerza de Dios en nosotros mismos, podemos realizar acciones y tener conductas de extraordinaria perfección. Nosotros seremos perfectos como Dios en la medida en que Dios mismo nos sostiene interiormente y nos comunica su fuerza para que nuestras acciones sean perfectas en Dios.

De allí la importancia de estar siempre abiertos a que la gracia de Dios actúe en nosotros para qué Él haga en nosotros obras perfectas. O como dice la Virgen María en su cántico: porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso (Lc 1,49). En el libro del Levítico, del que se ha tomado la primera lectura de hoy, ya Dios proponía a los hijos de Israel: Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo. Nosotros seremos santos a la medida humana, mientras Dios será santo a la medida divina. Pero el único modo como nosotros podremos ser santos es si Dios nos llena, nos posee, nos compenetra. En la medida en que Dios nos posea y seamos suyos en esa medida nuestra conducta manifestará su santidad. Seremos santos en el Dios santo.

Jesús, pues, nos propone dos ejemplos de cómo entender los mandamientos de Dios, no desde sus exigencias mínimas, sino desde sus alcances máximos. El primero es un mandamiento tomado del libro del Éxodo 21,24. Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. El precepto se da en un contexto que hoy llamaríamos “código penal”. La intención del precepto es que el castigo debe ser proporcional a la falta cometida. No se puede castigar al reo con un castigo superior al delito que cometió. En su sentido original es un precepto orientado a refrenar una justicia demasiado severa o la venganza desmedida. Pero Jesús propone que el objetivo no debe ser tanto devolver mal por mal, aunque sea con mesura y circunspección. Más bien hay que vencer al mal a fuerza de bien (Rm 13,21). Con nuestras propias fuerzas quizá sea imposible o muy difícil. Pero si nuestro corazón está lleno de Dios, Él nos sostiene para saber devolver bien por mal. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda; al que te quiera demandar en juicio para quitarte la túnica, cédele también el manto. El discípulo de Jesús debe ser capaz de superar la lógica de la justicia, para alcanzar la plenitud de la misericordia.

Una crítica que se le puede hacer a esta enseñanza de Jesús es que parece favorecer la impunidad; que deja desprotegida a la comunidad humana frente a aquellos empeñados en hacer daño a su prójimo. La respuesta de la teología moral ha sido que la enseñanza de Jesús se aplica a las personas en su condición de individuos responsables ante Dios, pero no se aplica a las autoridades responsables de proteger la integridad de la comunidad y de sus miembros frente a quienes la agreden.

La otra enseñanza que Jesús revierte es aquella de ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Efectivamente, aunque un mandamiento así no se encuentra en todo el Antiguo Testamento, sí podemos encontrar que, en el Antiguo Testamento, la obligación de hacer el bien se restringe al connacional y correligionario. En cambio, el mismo Antiguo Testamento permitía esclavitud, maltrato y vejaciones a los enemigos en la guerra, a los paganos, a los que pertenecen a otros pueblos y practican otra religión. Jesús propone que amemos, es decir, que hagamos el bien, no solo a los que son de nuestro grupo, nación o clase social, sino que hagamos el bien incluso a los que nos han hecho daño. Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos. Y esta es otra manera de entender aquello de ser perfectos como Dios. Comportarnos de tal manera que reflejemos en nuestros actos la amplitud abarcadora de su amor.

El Señor nos conceda su gracia para poder vivir como él lo espera de nosotros.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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