Una palabra amiga

No llores más

En el contexto de la Semana Santa, el autor reflexiona sobre el temor a la muerte y la esperanza de la vida eterna. El título está sacado de Lucas 7, 13.

En apenas siete versículos, Lucas nos cuenta el dolor de la Viuda de Naím. La redacción de este hecho es tan perfecta, que sobran las palabras para describir la agonía de una madre cuando pierde a su único hijo. Pienso en la Santísima Virgen María al pie de la cruz: ¿puede haber un dolor más grande? El que pende de la cruz es también Hijo único. Y utilizo la palabra agonía, pues algo muere en el alma de una madre cuando el hijo se va.

Es imposible no meterse en la escena. Yo mismo me he sentido muchas veces caminando cerca de esta mujer, de la gente que la acompaña, para ser testigo del abrazo de Jesús y de sus palabras amigas: no llores más. Ya no se trata de una palabra, sino de una frase pequeña, dicha con afecto y empatía, que resonó con fuerza entre los que seguían, en silencio, el cortejo fúnebre. No es mi interés hablar con erudición sobre el texto bíblico. Pienso que esto le restaría fuego a la escena bíblica. Hay que sacar sabiduría de este pozo profundo, para que un santo temor se apodere (v. 16) de nosotros, como le sucedió a la gente de Naím.

Pero… ¿qué hizo Jesús después de abrazarla? Detuvo el cortejo, tocó el cadáver del muchacho, lo levantó del sueño de la muerte y se lo devolvió a su madre. En apenas dos versículos se monta la escena. Todos sabemos, por los estudios bíblicos, que un judío no podía tocar un cadáver, pues quedaría impuro. Sin embargo, para Jesús esto no constituye un problema, cuando se trata de enjugar las lágrimas del que llora o de aliviar el dolor del que lo padece. Nosotros solemos complicarnos más la vida; Jesús, por el contrario, forma parte de la solución de los problemas.

¿Hubo fiesta en Naím después del poderoso signo que vieron aquellos pueblerinos? Nuevamente el silencio del Evangelio se apodera de la escena. Sólo nos dice que un santo temor se apoderó de ellos, lo que les permitió reconocer el paso de Dios por sus vidas: Dios ha visitado a su pueblo. No se necesitaba decir más, todo quedó muy claro para ellos. ¡Es increíble cómo te atrapa el texto! No son ideas las que fluyen, sino sentimientos. La mente se agarra al abrazo, al signo, al asombro, al temor, a la emoción que deja el corazón perplejo.

Lucas nos remite al inicio de su Evangelio. En el cántico de Zacarías (Lc. 1, 68), el padre de Juan el Bautista proclama que Dios ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación. Seis capítulos más adelante, en el pasaje evangélico que estamos comentando, se dicen semejantes palabras, como también se deja constancia del temor que se apodera de la gente ante tales signos. En Jesús, Dios Padre ha decidido consolar a su pueblo (Is. 41, 1-11), lo que constituye una Buena noticia para los que lloran sin consuelo.

Es una Buena Noticia para nosotros saber que seremos consolados cuando el dolor toque las puertas de nuestra existencia. Estoy convencido de que nunca estaremos preparados para estos tres golpes de la vida: perder, morir (o ver morir) y trascender. ¿Quién está preparado para eso? Estos golpes llegan sin aviso, te dejan marcas profundas en el corazón y hacen saltar las lágrimas de los ojos. Estas tres inevitables realidades nos plantean preguntas desde el hondón de la existencia: ¿Por qué a mí? ¿Por qué me lastiman? ¿Dónde está Dios?

Nos enseñaron desde niños que la vida consiste en ganar. Soñamos con sobresalir siempre, con triunfos épicos, para sentirnos realizados en la vida. Jamás nos prepararon para lo contrario, porque perder es para los débiles. Y llegó lo inevitable: se perdió la amistad, o un trabajo importante, o un negocio, o el matrimonio o… ¡pare de contar! No sólo ganamos; también perdemos. Cuando lees la historia de Job, te das cuenta de que, en menos de un minuto, se puede perder todo lo que te ha costado años levantar. Job era un hombre justo y no merecía el silencio de Dios, ni una prueba tan dura como la que le tocó enfrentar. ¡Hasta su mujer le desea la muerte! Pero Job salió fortalecido de semejante prueba. Reconoció quiénes eran de verdad su familia, sus amigos, y purificó su relación con Dios. Todo los que pasan por esta prueba de perder, terminan conquistando la sabiduría.

La muerte es otro absurdo de la vida. Los que amamos se van, y nosotros también pasaremos. ¿Quién está preparado para eso? ¡Nadie! Hace unos días atrás me causó mucha gracia una frase que leí de un sabio: todos quieren vivir muchos años, pero nadie quiere llegar a viejo. Quisiéramos detener el tiempo, no envejecer, mantener el vigor de la juventud… Pero eso es mentira: la vida es hija del tiempo. El tiempo se va y la vida también. Sí, qué sabiduría, pero -¡reconozcámoslo!- nadie está preparado para ello.

El tercer punto es aún más difícil: trascender, es decir, mirar todo desde la sabiduría de Dios, elevarse sobre el dolor para comprender el destino de todo lo creado. El salmista, después de pasar por la razón la fuerza del mal que se impone en el mundo, experimenta el desaliento: Entonces, ¿para qué he limpiado yo mi corazón y he lavado en la inocencia mis manos? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana? Es como si dijera: me he esforzado por ser bueno y me suceden males, mientras los malos triunfan, están sanos y orondos y no pasan fatigas humanas. Pero el salmista trasciende lo que no comprende por la sola razón. Meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba muy difícil: hasta que entré en el misterio de Dios y comprendí el destino de ellos (Sal. 73, 13-17). Las lágrimas son mi pan noche y día, mientras todo el día me repiten: ¿dónde está tu Dios? (Sal. 42, 4). Es imposible llegar a la fe auténtica sin haber bebido lágrimas. Es el precio de la trascendencia. El libro de los Proverbios tiene una frase que me resulta muy iluminadora: Bebe el agua de tu propio pozo, bebe el agua que brota de tu fuente (Prov. 5, 15). ¿Se refiere a las lágrimas? No es mi intención la erudición bíblica, pero sí la sabiduría que brota de ella. Las lágrimas fluyen desde dentro, convirtiéndose en el pan de los que pasan por la tribulación. Tagore llegó afirmar lo siguiente: “Si lloras porque no puedes ver el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas”. Tagore no contaba con los densos nubarrones que también nos visitan de noche y que ocultan las estrellas. Hay frases que no contemplan toda la realidad. Es el peligro de las “frases hechas”.

Llegados a este punto, nos resulta más comprensible la bienaventuranza de Jesús: Felices lo que lloran, porque serán consolados (Mt. 5, 4). No es una debilidad llorar, porque el consuelo de Dios nos hace fuertes, nos ayuda a trascender y nos hace más humanos. Dios recoge las lágrimas en su odre (Sal. 56, 9) para consolar a los afligidos. Y esta idea nos sugiere una actitud personal: la de ser consoladores del pueblo que lo está pasando mal. Enjugar las lágrimas del que sufre, como lo hizo Jesús con la viuda de Naím. Toda una frase amiga: no llores más. De aquí en adelante compartiré contigo el camino. En mi propio odre, recogeré tus lágrimas, para que la esperanza lo convierta en nuevo vino. El reto de la bienaventuranza no está en que lloremos, sino en que seamos capaces de usar el propio odre, para guardar, como un tesoro, el dolor del hermano que sufre.

Recuerdo aquella fábula de una princesa que quería encontrar un esposo digno de ella, que la amase verdaderamente. Para lo cual puso una condición: elegiría marido entre todos los que fueran capaces de estar 365 días al lado del muro del palacio donde ella vivía, sin separarse ni un solo día. Se presentaron centenares, miles de pretendientes a la corona real. Pero claro, al primer frío, la mitad se fue. Cuando empezaron los calores, se fue la mitad de la otra mitad; cuando empezaron a gastarse los cojines y se terminó la comida, la mitad de la mitad de la mitad, también se fue. Habían empezado el primero de enero. Llegó diciembre, empezaron de nuevo los fríos, y solamente quedó un joven. Todos los demás se habían ido, cansados, aburridos, pensando que ningún amor valía la pena. Solamente éste joven, que había adorado a la princesa desde siempre, estaba allí, anclado en esa pared y ese muro, esperando pacientemente que pasaran los 365 días. La princesa que había despreciado a todos, cuando vio que este muchacho se quedaba empezó a mirarlo, pensando, que quizás ese hombre la quisiera de verdad. Lo había espiado en octubre, había pasado frente a él en noviembre, y en diciembre, disfrazada de campesina le había dejado un poco de agua y un poco de comida, le había visto los ojos y se había dado cuenta de su mirada sincera. Entonces le dijo al rey:

– Padre, creo que finalmente vas a tener un casamiento, y que por fin vas a tener nietos. Este es el hombre que de verdad me quiere.

El rey se había puesto contento y comenzó a prepararlo todo. La ceremonia, el banquete e incluso, le hizo saber al joven, a través de la guardia, que el primero de enero, cuando se cumplieran los 365 días, lo esperaba en el palacio porque quería hablar con él. Todo estaba preparado, el pueblo estaba contento, todo el mundo esperaba ansiosamente el primero de enero. El 31 de diciembre, el día después de haber pasado las 364 noches y los 365 días, el joven se levantó del muro y se marchó. Fue hasta su casa a ver a su madre, y ésta le dijo:

– Hijo, querías tanto a la princesa. Estuviste allí 364 noches, 365 días, y el último día te fuiste. ¿Qué pasó?, ¿No pudiste aguantar un día más?

Y el hijo contestó:

– ¿Sabes madre? Me enteré que me había visto, me enteré que me había elegido, me enteré que le había dicho a su padre que se iba a casar conmigo y, a pesar de eso, no fue capaz de evitarme una sola noche de dolor, pudiendo hacerlo, no me evitó una sola noche de sufrimiento. Alguien que no es capaz de evitarte una noche de sufrimiento no merece de mi Amor, ¿verdad madre? (Autor: Jorge Bucay).

Voy a inventar una nueva bienaventuranza: Felices los que consuelan, porque, cuando le lleguen las lágrimas, Dios lo arrancará del sufrimiento. No nos cansemos de consolar, de abrazar al que sufre para decirles, al estilo de Jesús, aquellas palabras amigas: no llores más.

Nerio Ramírez OAR

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