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Jesús nos da su Espíritu

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés.

La pascua de Cristo alcanza su plenitud en la pascua de los cristianos. La pascua de resurrección llega a su madurez en la pascua de pentecostés. Pues si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos, el decir el Padre, hará revivir los cuerpos mortales de ustedes por medio de ese Espíritu suyo que habita en ustedes (Rm 8,11). El Espíritu Santo que actuó en Jesús para resucitarlo de entre los muertos es el mismo que él comunica a sus discípulos para que renazcan a la vida espiritual ahora y crezcan hacia la resurrección de su cuerpo. Jesús comparte su pascua con nosotros dándonos su Espíritu. Ese es el núcleo del misterio que hoy celebramos.

Hay dos relatos de efusión del Espíritu de parte de Jesús. Uno es el que hemos escuchado hoy en el evangelio. En su primera aparición a los discípulos, al anochecer del mismo día en que se había descubierto que su tumba estaba vacía, Jesús se aparece a los discípulos encerrados por miedo a los judíos, los saluda con el deseo de paz y sopla sobre ellos el Espíritu. Les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. Esta escena destaca el vínculo estrecho entre la resurrección de Jesús y el don del Espíritu a los discípulos. Todo ocurre el mismo día. Primero Jesús desea la paz. La paz es la salvación. Luego la otorga con el don del Espíritu. Además de recibir la paz para sí mismos, los discípulos reciben el envío misionero de llevarla a todos los que la quieran recibir por medio del perdón de los pecados.

El otro relato es el que hemos escuchado en la lectura de los Hechos de los Apóstoles. Es una escena totalmente diferente. Las realidades espirituales muestran su riqueza en la variedad de sus manifestaciones. En la cronología narrativa de san Lucas, Jesús ya ha subido al cielo. Los discípulos, no solo los Doce, sino hasta ciento veinte personas, han permanecido en oración. El día de la fiesta judía de Pentecostés, de repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse. El Espíritu se hace presente primero como un ruido. El narrador lo compara al del viento cuando sopla fuerte, pero no hay viento sensible, solo un ruido, un fragor como el del viento. Es un signo auditivo. Luego hay otro fenómeno, esta vez visual: las lenguas como de fuego, como llamas, se posan sobre cada uno. De modo que cada uno recibe la comunicación del Espíritu, y todos comienzan a hablar en otros idiomas. Sobre este punto hablaré más adelante.

La fiesta de Pentecostés era ocasión para que judíos que vivían en el extranjero viajasen en peregrinación a Jerusalén. Ese es el motivo por el cual están en Jerusalén tantas personas venidas de todas partes del mundo de entonces. La casa en la que estaban reunidos los discípulos de Jesús estaba en la ciudad. Por eso, lo que acaba de ocurrir dentro de la casa trasciende fuera y muchos se congregan. Los discípulos, todos galileos, hablan. Pero los que se congregan los oyen, cada uno en su propio idioma. A pesar de la diversidad lingüística todos entienden. Cada quien los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. Se destaca así la universalidad de la misión. El mensaje que los discípulos deben comunicar es para todos los pueblos del mundo, que deben conocer, en su propio idioma el evangelio de las maravillas de Dios. En la continuación del relato, que no se ha leído hoy, san Pedro aprovecha la ocasión que le brinda la multitud reunida, y ofrece su primer testimonio, la primera predicación del Evangelio. Como resultado, una multitud se convierte y recibe el bautismo. Unos tres mil dice el libro de los Hechos. Así nace la misión, nace la Iglesia y crece en el mundo hasta llegar a nosotros la difusión de la santidad.

El relato me plantea preguntas. En aquella ocasión, la diversidad de personas escuchó a los apóstoles hablar de las maravillas de Dios y una multitud acogió el mensaje. Era un mensaje que deseaban escuchar. En nuestros días, la pandemia ha manifestado el fenómeno contrario. La liturgia con participación de personas se ha suprimido y no ha habido protestas significativas. Hemos dejado de dar catequesis y formar cristianos y, hasta donde yo me he enterado, a todos ha parecido bien dejarla para después. ¿Ha perdido nuestro mensaje la capacidad de satisfacer las inquietudes del corazón humano hasta el punto de que podemos prescindir de él? ¿En nuestra estimación, no vale la liturgia el riesgo que implica su celebración presencial, con pocas personas, tanto al menos cuanto el riesgo implícito en ir al mercado y al banco? Quizá entre todos hicimos de la liturgia un espectáculo que igual o mejor se ve en la pantalla de un celular desde la comodidad de la casa. Ya no la experimentamos como acto por el cual entramos en el misterio de Dios para que nos comunique su salvación y ofrecerle nuestra adoración y alabanza. Quizá nos empeñamos en que nuestras celebraciones fuera espacio para el protagonismo de muchos, en vez de ser rito y palabra de los que Dios se sirve para abrir horizontes de vida y esperanza.

En el Nuevo Testamento, el don del Espíritu va asociado con el fenómeno de “hablar en lenguas” de las maravillas de Dios. La expresión quiere decir hablar un lenguaje que dé testimonio de la acción de Dios en el corazón humano. Significa hablar para decir cosas que superan la realidad cotidiana y expresar así las obras de Dios. No se trata de hablar en galimatías ni a gritos, sino de hablar en un lenguaje bien articulado y entendible de lo que Dios hizo y hace por nosotros. Eso es hablar en lenguas hoy. Pienso que muchos esperan todavía escuchar ese mensaje. Posiblemente hablamos demasiado acerca de nuestra incidencia en las realidades del mundo y no tanto de las maravillas que Dios ha hecho por nosotros. Pentecostés es una buena ocasión para pedirle al Señor la gracia de hablar y actuar de tal manera que muchos reciban el Evangelio imprescindible y necesario.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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