Una palabra amiga

La unidad en la diversidad

El autor reflexiona en este artículo sobre la pluralidad de lenguas y culturas de la Iglesia y el reto de la multiculturalidad y la interculturalidad.

Nuestro mundo, nuestra sociedad, nuestra Iglesia y nuestros institutos religiosos son cada vez más plurales y diversos. Además, todos sabemos que nos encontramos en una aldea global, donde ya no hay una sola cultura predominante y superior, sino que convivimos diariamente con diversidad de personas, pensamientos y modos de ver el mundo. Formamos parte de un contexto caracterizado por la globalización y la tecnología, que convierten cada vez más a la tierra en una “aldea planetaria”. Del individualismo cultural se está pasando al encuentro —no exento de resistencias— de los diversos modelos culturales. Como afirma el documento Pasión por Cristo y pasión por la humanidad en su numeral 32, “Estamos en un mundo plural. Somos más sensibles a las diferencias étnicas, culturales, religiosas, generacionales y de sexo. La aceptación de la pluralidad algunas veces hace más difícil y compleja nuestra forma de pensar, vivir y actuar; con esto estamos siendo más sensibles que antes a las diferencias étnicas, culturales, religiosas, generacionales y de sexo”.

Nosotros, como instituto religioso, no somos ajenos a este fenómeno pluricultural, porque cada comunidad religiosa ya no está conformada por miembros de una misma nacionalidad, sino de diferentes procedencias, cada una con su cultura particular, lo que nos permite enriquecernos mutuamente; es decir, nos complementamos.

El gran reto actual para nosotros es pasar de la multiculturalidad a la interculturalidad. Deberíamos preguntarnos: ¿Qué significa eso? Somos efectivamente una comunidad multicultural. Es preciso dar ese paso a la interculturalidad.

En realidad, vivir en comunidades donde hay tanta diversidad de culturas o nacionalidades no es un problema, sino que es una oportunidad que nos ayuda a capacitarnos más, a sensibilizarnos más, valorar más a las otras culturas en su lenguaje, arte, costumbres y todo lo propio de ellas. No existen culturas superiores o inferiores a otras, sino que cada una tiene su peculiaridad y esa particularidad es la que nos hacer enriquecernos unos a otros. La cultura del otro también me pertenece, y estamos llamados a ser comunidades con nuevos rostros, fraternidades interculturales.

En efecto, si llegamos a dar el paso a la interculturalidad, seremos una voz profética frente a esta sociedad individualista, ya que la interculturalidad admite reconocer y apreciar la diferencia, promueve el respeto mutuo y la solidaridad, que ayudan a la construcción y relación significativa de los miembros que conforman el nuevo rostro de la comunidad.

Mas no todo queda allí. También es necesario buscar herramientas que puedan hacer posible la vivencia y la expresión de esta interculturalidad en medio de las comunidades. Algunas herramientas pueden ser:

  • Comprender al otro en su diferencia, sin juzgarlo ni condenarlo, tratando más bien de confirmarlo en sus dones y en su diferencia.
  • Trabajar la actitud y la disponibilidad para encontrar al otro, al diferente, y para dejarse encontrar por él, creando con ello vínculos de reciprocidad, diálogo, interacción, encuentro y construcción de espacio común.
  • La apertura y la capacidad para corregir los prejuicios, estereotipos, malinterpretaciones, cerrazones e, incluso, el binomio superior/súbdito, tan presente en las relaciones cotidianas de muchos religiosos en la actualidad.

El objetivo de esto es claro: hacer ver que ninguna cultura es superior a la otra, ni ninguna sociedad es mejor que otra, sino todo lo contrario: cada una tiene sus peculiaridades y sus riquezas. Y, a la larga, se constituyen en fuente de crecimiento personal y comunitario, antes que en medio de división y problemática grupal. Por ello, la interculturalidad se convierte en sí misma en una actitud y en una opción permanente, continuada y siempre abierta a la novedad, puesto que el encuentro con la diversidad genera cambios, reclama creatividad e introduce nuevos paradigmas entre las personas.

Solo así los institutos religiosos seremos más significativos -más profetas del reino-, si asumimos la riqueza de las diferencias culturales entre personas y grupos como parte de nosotros y desde el binomio vida-misión que nos caracteriza como vida consagrada. Por eso es importante que los institutos religiosos asuman, en su servicio misionero, el diálogo que promueva no solo una Iglesia multicultural, sino que sea hogar acogedor de personas de culturas diversas. Es un llamado a constituir la imagen de Pentecostés, que es el milagro de la unidad y del entendimiento mutuo a pesar de hablar cada uno en su propia lengua. Pentecostés es la convicción de que, mediante la integración de lo diverso, el Señor quiere crear la humanidad nueva, en contraposición con la imagen de la Torre de Babel como modelo de la incomunicabilidad de los hermanos. Por ello, la interculturalidad constituye, en resumidas cuentas, un medio para el desarrollo común entre personas de culturas diversas, un canal de corresponsabilidad para una convivencia constructiva digna del ser humano y un vínculo de testimonio profético en medio de los hombres de hoy que promueven el individualismo.

Wilmer Moyetones OAR

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