Una palabra amiga

Fundamento de esperanza y obra de salvación

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 20 de diciembre, cuarto domingo de Adviento.

La liturgia de esta semana previa a la Navidad está centrada en Jesús y los acontecimientos que rodearon su nacimiento. Desde el 17 hasta el 24 de diciembre, tanto las lecturas y oraciones de la misa, como los salmos, antífonas, lecturas y oraciones de la oración de la Iglesia se refieren a Jesús y al portento de amor que significó su nacimiento entre nosotros. Por eso, de modo especial, también este cuarto domingo de adviento centra nuestra atención en Jesucristo y su misión a nuestro favor.
Esta concentración en Jesús es útil e instructiva, pues alrededor y por encima de la festividad religiosa de la Navidad se han acumulado prácticas, costumbres, usos que ocultan y hasta prescinden de toda referencia al acontecimiento que les dio origen. Con frecuencia la omisión de toda referencia a Jesucristo es premeditada, como cuando recibe uno el saludo de “felices fiestas”. O “felices fiestas de fin de año” con un desplazamiento total del acento. Ya no celebramos a Jesucristo, sino la culminación del ciclo anual del cómputo del tiempo. Ya no se dice feliz Navidad, porque esa palabra, que significa “natividad”, “nacimiento” hace referencia explícita al motivo que dio origen a todo el montaje: el alumbramiento del Hijo de Dios como hombre por su madre María Virgen. Quienes comparten la cultura secularizada, que margina a Dios, depuran la Navidad de toda referencia religiosa. Y a veces logran su propósito.
Por eso es bueno que la Iglesia nos recuerde, a los que somos creyentes, que todas estas fiestas están centradas en Jesucristo, que su motivación es celebrar su nacimiento como el origen y fundamento de nuestra salvación, que la alegría de la época es consecuencia de saber que estamos salvados de la muerte y del pecado, y que gracias a Jesús vivimos en esperanza.
Hemos escuchado, como siempre los domingos, tres lecturas. La primera, del Segundo libro de Samuel, narra un episodio memorable. En cierto momento durante su reinado, el rey David tuvo una idea: construir un templo para guardar el arca de la alianza, símbolo de la presencia de Dios en medio de Israel y Judá. Hasta entonces el templo que albergaba el arca era una estructura desmontable, un toldo, lujoso sí, pero toldo, al fin y al cabo. David tiene la idea de construirle a Dios un templo de mampostería. La idea parecía piadosa, pero no deja de ser blasfema. ¿El rey David se va a convertir en el protector de Dios, en el bienhechor de Dios, en el posadero de Dios? Ni hablar. ¿Piensas que vas a ser tú el que me construya una casa para que yo habite en ella? Años después, en tiempos del hijo de David, Dios accederá a que le construyan un templo, pero ahora no. Ahora debe quedar claro quien cuida a quien: Yo estaré contigo en todo lo que emprendas, acabaré con tus enemigos y te haré tan famoso como los hombres más famosos de la tierra. Bueno, después de tres mil años desde que se pronunciaron esas palabras, David tiene fama. Pero David es famoso en su descendencia.

Dios le promete a David que será cabeza de una dinastía sin fin de tiempo. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí, y tu trono será estable eternamente. La verdad histórica es que la dinastía de David duró solo unos quinientos años más, hasta el exilio en Babilonia. Por lo que los maestros judíos se esforzaron por comprender estas palabras en un nuevo sentido espiritual. A pesar de las vicisitudes históricas, Dios sería capaz de suscitarle un hijo a David que reinaría sobre un trono eterno. La promesa entendida de este nuevo modo sostuvo y sostiene la esperanza no solo de judíos sino también de cristianos.
Cuando el ángel Gabriel se le aparece a la Virgen María, le explica que ha sido elegida para ser madre de un hijo especial: Has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin. El ángel repite a la letra la promesa que Dios, a través del profeta Natán, le hizo a David: tu trono será estable eternamente. La promesa traza un arco de mil años desde que se pronunció hasta que comenzó a cumplirse. Pues la promesa sigue vigente todavía, ya que el reino de Cristo, que ha comenzado aún no ha llegado a su plenitud, cuando Dios será todo en todos. La promesa de Dios abre futuro; la promesa de Dios genera esperanza; la promesa de Dios es la sustancia del tiempo de salvación. Y Jesucristo, el Hijo de María, es el portador de esa esperanza para nosotros.
Pero el niño que va a nacer de María no es solo el descendiente de David, heredero de su trono. Cuando María queda perpleja acerca de cómo ella pueda ser madre de un hijo portador de tan altos designios, pues ni siquiera está casada todavía, el ángel le explica que su hijo tendrá todavía una dignidad más grande: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo de cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti será llamado Hijo de Dios. Si nosotros, los mortales hijos de Adán, nos convertimos en hijos adoptivos de Dios por la acción del Espíritu Santo a través del agua bautismal (cf Juan 3,5), es casi obvio, que quien nace hombre y es Hijo propio y natural de Dios no puede venir a la existencia humana sino es por la acción del Espíritu Santo. Esa identidad solo la puede dar a un hombre el Espíritu Santo. Además, ese modo tan peculiar y singular de la concepción de Jesús deja patente que fue una acción soberana de Dios cuando Él quiso, como Él quiso, en quien Él quiso. El Hijo de Dios no vendría al mundo cuando José y María decidieran tener un hijo, sino cuando Dios lo dispusiera en sus secretos designios.
Es él, Jesucristo, el Hijo de Dios e hijo de María, el centro de la Navidad. Es la conmemoración de su nacimiento humano el motivo de nuestra alegría. Con san Pablo elevamos la alabanza al Padre, que así dispuso atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe. Al Dios único, infinitamente sabio, démosle gloria, por Jesucristo, para siempre. Amén. La fe en Jesucristo es el motivo de nuestra alegría; su nacimiento como hombre es el fundamento de nuestra esperanza; su muerte y resurrección la obra de nuestra salvación.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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