Una palabra amiga

Navidad, Bautismo y Salvación

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 10 de enero, domingo del Bautismo del Señor.

Parece extraño que el tiempo de Navidad concluya con la fiesta del bautismo de Jesús. Todas las fiestas del tiempo de Navidad conmemoran algún acontecimiento de la infancia de Jesús y de repente damos un salto de treinta años y celebramos un acontecimiento de la vida adulta de Jesús: el inicio de su ministerio y vida pública. Pero esta fiesta también nos ayuda a poner en perspectiva los otros acontecimientos. El hecho de que esta conmemoración del bautismo de Jesús sea parte y conclusión del tiempo de Navidad nos ayuda a comprender que la Navidad, en su significado teológico y espiritual, no es asunto infantil o de niños. Todos los acontecimientos que hemos celebrado en la Navidad, incluyendo este del bautismo de Jesús, han sido conmemoraciones de diversos aspectos de la identidad y misión de Jesús y de nuestra salvación. La celebración de los diversos momentos de la infancia de Jesús nos permite adentrarnos en el misterio de la persona de Jesús con el fin de motivarnos a identificarnos espiritualmente con él.

La fiesta del bautismo de Jesús celebra dos aspectos de un mismo misterio: la manifestación de la identidad de Jesús como Hijo de Dios y el origen del bautismo cristiano como medio para participar en la identidad de Jesús como Hijo de Dios. El bautismo de Jesús por el ministerio de Juan el Bautista es un acontecimiento que desconcierta, pues no se entiende cómo el Hijo de Dios acepte un bautismo que Juan administra a los pecadores que se arrepienten de sus pecados y así imploran el perdón y la purificación de Dios. Ningún evangelista explica las motivaciones de Jesús. Pero podemos aplicar al bautismo de Jesús aquella frase de san Pablo, cuando dice que a quien no cometió pecado, es decir a Jesús, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado, para que, gracias a él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios (2Cor 5,21). Esa identificación de Jesús con los pecadores no solo se dio por su encarnación, cuando se hizo hombre sin participar en el pecado de Adán; esa identificación de Jesús con los pecadores se dio en este acontecimiento del bautismo y sobre todo se dio en la cruz, cuando murió la muerte de un pecador, crucificado entre dos ladrones. Al dejarse bautizar por Juan, Jesús hacía suyo el clamor de los pecadores que buscamos quién pueda restablecernos en la integridad; quién pueda darnos la oportunidad, si no de comenzar de nuevo la vida desde el principio, al menos de escribir el resto que nos queda sin que la sombra de un pasado pecador arruine también el futuro.

Pero en el bautismo de Jesús ocurre otra cosa, quizá todavía más importante. El cielo se abre, más bien se rasga. Y del cielo baja el Espíritu Santo que se posa sobre él. Jesús escucha la voz del Padre que declara: Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias. Hay que entender esta escena como el origen del bautismo cristiano. Si el bautismo de Juan era con agua para implorar el perdón de los pecados, el bautismo de Jesús es con Espíritu para constituirnos hijos adoptivos de Dios. Lo que ocurre en Jesús es modelo y prototipo de lo que ocurrirá en nuestro propio bautismo. Para nosotros se abre el cielo, sobre nosotros viene el Espíritu Santo que nos santifica y Dios nos reconoce como hijos adoptivos suyos. Juan Bautista decía que detrás de él vendría quien bautizaría con Espíritu Santo, a diferencia de él, que solo bautizaba con agua. Ese es Jesús y su bautismo en el Espíritu es el que la Iglesia administra en nombre de la Santísima Trinidad.

En el Nuevo Testamento hay dos modos distintos de entender el bautismo cristiano. San Pablo lo entiende desde el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Jesús. El bautismo sería el sacramento por el cual morimos espiritualmente con Cristo al pecado y resucitamos también espiritualmente con él para participar en la vida del Espíritu y ser así hijos adoptivos de Dios (cf. Rm 6,1-11). Pero también el Nuevo Testamento nos propone el bautismo de Jesús como modelo y origen de nuestro propio bautismo, con efectos muy similares al modo como Pablo lo entiende. En el bautismo nacemos de nuevo para llegar a ser hijos de Dios. Cuando Jesús mandó a sus discípulos a bautizar a quienes se arrepentían de sus pecados y acogían la palabra del Evangelio con fe, proponía el rito como réplica de su propio bautismo por el cual los pecadores imploramos a Dios una conciencia limpia (cf. 1Pe 3,21), y Dios abre para nosotros el cielo para darnos su Espíritu y reconocernos como hijos adoptivos suyos unidos a Cristo su Hijo amado.

Pero el bautismo de Jesús es también la ocasión en la que el Padre nos presenta a su Hijo. La voz que Jesús escucha: tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias fue anticipada por medio del profeta Isaías, cuando Dios presenta a su siervo, en la primera lectura de hoy. Se han hecho esfuerzos por determinar si el profeta Isaías se refería a algún contemporáneo suyo cuando escribió en nombre de Dios esos oráculos. Pero no ha sido posible identificar a ningún contemporáneo suyo con certeza. Los cristianos hemos entendido desde el principio que se referían a Jesús: Miren a mi siervo a quien sostengo, a mi elegido, en quien tengo mis complacencias. En él he puesto mi espíritu para que haga brillar la justicia sobre las naciones. Yo el Señor, te he formado y te he constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones, para que saques a los cautivos de la prisión. Ante el escándalo de que el Hijo de Dios sufriera humillación, rechazo y muerte en cruz, la voz del Padre nos asegura que ese camino de humillación es el camino que Él ha dispuesto para su Hijo en este mundo, porque ese es el camino de nuestra salvación. Nunca lo entenderemos, pero cada vez que lo meditamos, el pensamiento nos debe mover al agradecimiento, a la fe, a la confianza en Dios. El Hijo de Dios selló su camino hacia la cruz en su bautismo.

Y así ganó la salvación para todos. Dios no hace distinción de personas, declara san Pedro durante su predicación en la casa del centurión Cornelio. Dios acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que fuere. Cristo es salvador para todos los que se reconozcan pecadores necesitados de perdón y aspiren a la vida más allá de la muerte. Al final del tiempo de la Navidad ese es el fruto más pleno: proclamar que Jesús es nuestro salvador y redentor; que él es nuestra luz y nuestra esperanza; que en él hemos encontrado el camino hacia la plenitud que esperamos en Dios.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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