Una palabra amiga

Sin tiempo para el Adviento

Estamos recibiendo el Adviento, un tiempo que invita a preparar caminos, tiempo que huele a ternura cristiana, fe y pan de hogar. Le decía hace años a un amigo que cuando rescato de mi estantería el volumen primero del “breviario”, el del tiempo de Adviento, siento una emoción especial. Es un período breve que va a desembocar muy pronto en la Navidad. Pero quiero resaltar que lo más hermoso de la fiesta es el ir preparando su llegada, día a día. La espera, ese ir poniendo los manteles, los caminos de nieve y la disposición del alma, se va convirtiendo en esperanza, en entusiasmo… y en alegre nerviosismo. Así se saboreaba el tiempo antiguamente, cuando éramos niños y la alegría de la Navidad iba llegando lentamente, como maduración de todo un año. El Adviento es espera. Será bueno, por tanto, no adelantar el reloj y ejercitarnos en el arte de la demora, apagar las prisas y encender la serena esperanza. Así es como el tiempo tiene sabor y densidad, y en él adquieren significado los preparativos, los ritos de anfitrión, la liturgia, los signos que nos acompañan… Adviento es un tiempo muy breve, pero podemos hacer que sea intenso. Adviento enseña a saborear el tiempo. Sentir el tiempo como duración y permanencia.

En la actual sociedad de las prisas ya no es posible esperar. Los apresuramientos de la eficacia y del mercado nos han robado la navidad hace tiempo, pero también es verdad que hace mucho tiempo nosotros mismos nos hemos robado la delicia del adviento, porque adelantamos los hechos sin aguardar calmosamente que el tiempo vaya trayendo vida y maduración, que el adviento vaya trayendo la Navidad. El Adviento reclama su espacio. De este modo el tiempo resultará fecundo y dará a luz la Vida en Jesús.

¿Qué diría hoy un analista moderno sobre el adviento, sobre la espera y sobre la esperanza? Todos los filósofos de la postmodernidad avisan de que estamos en un frenesí centrífugo en creciente velocidad. Es decir patinamos raudos en el tiempo como el patinador en su capa de hielo, o volamos dispersos en un tiempo atomizado como perdigones disparados al azar. Es un tiempo aséptico, sin aroma. El analista más de moda, Byung-Chul Han, nos indica que hoy nadie está dispuesto a esperar. El postergar, la espera, la demora son considerados pérdida de oportunidades, mala inversión empujados como estamos por la urgencia de consumo que exige conseguir todo ya y sin esfuerzo, para, de inmediato, pasar a otra opción nueva, a otra experiencia coleccionable. Vivimos un presente sin rumbo, una sucesión de momentos vacíos, sin ningún hilo unificador y sin ninguna expectativa, es decir sin futuro. Vivimos el instante, sin memoria del pasado y sin tensión ilusionante hacia el porvenir. Nos asfixiamos presos en el instante que carece de principio y final. Es un mundo sin memoria y sin esperanza, estamos paralizados en el “presentimo”. Esperar es de necios, pérdida de tiempo. No tiene sentido la demora. La espera es desesperante, hasta ridícula. Es un tiempo sin sustancia ni fragancia en el que nada sucede, todo se vuelve igual.

Contra esta actitud errática, se nos brinda la gran oportunidad del Adviento. Una llamada a vivir tocando con ilusión el futuro que va viniendo despacio hacia nosotros ofreciéndonos el regalo de la vida. Ejercitemos el arte de la demora. La lentitud es pasear por el alma, es recuerdo y meditación. En este modo pausado, cada momento madura como una fruta al sol y la lentitud se convierte en un otoño de cosecha.

Abro mi volumen primero de la liturgia de las horas, siento que se adensa el instante cuando leo: “ya madura la historia en promesa”, y “el silencio madura la espera”, y “alegría de nieve por los caminos…”. Cuando se da tiempo al tiempo, las horas se convierten en liturgia.

El Adviento pide tiempo. Cultivemos el arte de demorarse para recuperar el aroma del tiempo.

Lucilo Echazarreta OAR

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