Una palabra amiga

Adolescencia, una serie que incomoda… y por eso hay que verla

Netflix lo ha vuelto a hacer. Ha lanzado una serie que, bajo una estética atractiva y una narrativa tensa, pone el dedo en la llaga de uno de los temas que más preocupan a padres, educadores y responsables públicos: la adolescencia como etapa de riesgo. Adolescencia no es un documental, pero su ficción está tejida con hilos de realidad tan cruda como cercana.

Cada uno de los cuatro episodios nos sumerge en una hora concreta de un mismo día. La narrativa se articula en plano secuencia, un recurso técnico que da a cada episodio una tensión continua y claustrofóbica: no hay cortes, no hay pausas, no hay escapatoria. Como en la vida misma.

Los protagonistas no son ni héroes ni villanos. No es solo la historia de un niño, es la historia de una familia, de un colegio, de una comunidad. Cada uno de los personajes es el espejo de una generación muchas veces incomprendida. Y por eso, esta serie no es para adolescentes. Es especialmente para padres. En el presente artículo partimos de dos tesis fundamentales, posteriormente analizamos tres temas importantes y concluimos con una breve reflexión.

Una historia de ficción, un problema muy real: los delitos con arma blanca en España

Aunque Adolescencia se presenta como una obra de ficción, lo que retrata es una realidad alarmante que crece en nuestras calles: el aumento de delitos con arma blanca entre jóvenes. Según el informe jurídico-criminológico publicado por Indret en enero de 2024 —titulado Delitos con arma blanca en España: análisis jurídico y criminológico de David García-Aristegui—, el número de infracciones cometidas por menores con cuchillos ha crecido en los últimos años de forma sostenida.

El informe señala que solo en Madrid, entre 2016 y 2021, los delitos con arma blanca casi se duplicaron, y destaca un “protagonismo creciente de los adolescentes” como autores o víctimas, con presencia creciente en zonas donde confluyen pobreza, exclusión y falta de control parental. Además, señala que muchos de estos jóvenes portan cuchillos no con intención homicida directa, sino como símbolo de protección, intimidación o estatus social (García-Aristegui, 2024, pp. 10–12).

Estos datos coinciden de forma inquietante con lo que muestra la serie: adolescentes que, atrapados en un entorno de presión grupal, redes sociales y vacío emocional, recurren a la violencia más por miedo o por inercia que por convicción criminal.

¿Hablamos el mismo idioma que nuestros hijos?

El segundo gran tema que aborda la serie, aunque de forma más sutil, es el de la comunicación. O mejor dicho, la incomunicación generacional. ¿Sabemos realmente cómo hablan nuestros hijos? ¿Qué códigos usan en redes sociales? ¿Qué significan los emojis que mandan o los hashtags que siguen?

En Adolescencia, los móviles son un personaje más: muestran, ocultan, engañan y revelan. Son ventana y prisión. El uso de determinados términos, emojis o expresiones solo tiene sentido dentro de una subcultura juvenil donde lo emocional se disfraza de ironía, se oculta bajo memes o se silencia con stickers. Los adultos en la serie —padres, profesores, policías— aparecen descolocados, sin herramientas para interpretar las señales.

Este desfase está muy presente en la realidad. Un artículo reciente del diario ABC advertía que muchos padres desconocen que sus hijos pueden estar comunicando situaciones de riesgo (como consumo de drogas o encuentros sexuales) usando emojis aparentemente inocentes como (trasero), (órgano sexual femenino) o (eyaculación).  La pregunta clave es: ¿somos capaces de entender lo que nuestros hijos comunican, incluso cuando no lo dicen abiertamente?

Tres temas importantes

1. Los incels: Jamie y la radicalización silenciosa

En el tercer episodio de la serie, durante la evaluación de Jamie por parte de la psicóloga Briony Ariston, se revelan detalles clave: el adolescente participaba activamente en foros de la ‘manosfera’, espacios digitales donde se concentran discursos de odio hacia las mujeres. Aunque Jamie no pronuncia nunca la palabra ‘incel’, su lenguaje y sus justificaciones (“ella se reía de mí”, “siempre prefieren a los chicos populares”) reflejan con claridad esa ideología.

La psicóloga le pregunta si se sentía rechazado por Katie, y él responde con frases que evocan resentimiento más que dolor. La cámara —en un plano fijo, opresivo— muestra a un Jamie incapaz de empatizar con la víctima. No hay llanto, ni rabia, solo una desconexión emocional peligrosa.

Este tipo de pensamiento no surge de la nada. El personaje de Jamie está construido con precisión: víctima de bullying, sin una figura paterna presente, con acceso sin filtros a Internet. Todo ello crea un ecosistema propicio para que discursos de odio le ofrezcan una falsa sensación de pertenencia.

Los incels y la radicalización en comunidad: cuando el dolor se convierte en desprecio

Uno de los hallazgos más inquietantes en los estudios recientes sobre adolescencia y cultura digital es que muchos procesos de radicalización no suceden en soledad, sino en comunidad. Es el caso de los incels (abreviatura de involuntary celibates, “célibes involuntarios”), jóvenes —mayoritariamente varones— que, frustrados por su falta de éxito en relaciones afectivas o sexuales, encuentran en ciertos espacios virtuales un eco a su sufrimiento… pero no una salida sana.

En sitios como 4chan o ciertos subforos de Reddit, muchos adolescentes encuentran eco a su frustración afectiva, pero en lugar de recibir apoyo emocional, acaban sumidos en discursos que naturalizan la violencia, la discriminación y el desprecio por el otro sexo.

Según la BBC, este movimiento ha pasado de lo marginal a lo preocupantemente extendido. Algunos usuarios se radicalizan al punto de justificar violaciones, atentados o asesinatos como actos de “venganza” contra una sociedad que les ha “rechazado”.

El artículo de BBC Mundo señala que estas comunidades no solo validan el dolor, sino que lo alimentan, lo transforman en resentimiento y lo proyectan hacia fuera: contra las mujeres, contra los “chads” (hombres atractivos), contra la sociedad. Lo que comenzó como un foro para compartir experiencias de soledad se convierte rápidamente en un caldo de cultivo para la misoginia, el odio y, en casos extremos, la violencia.

En estos espacios digitales, los adolescentes encuentran tres cosas muy peligrosas:

  1. Identidad compartida: sentirse parte de un grupo que “los comprende” más que su entorno familiar o escolar.
  2. Narrativas simplificadas: ideas como “ellas son las culpables”, “el sistema está diseñado contra nosotros”, o “la única solución es castigar”.
  3. Refuerzo constante: memes, frases hechas, testimonios tergiversados que validan su visión del mundo y anestesian su capacidad crítica.

Adolescencia, la serie, refleja esta lógica con precisión: Jamie no es un monstruo. Es un chico solo, sin herramientas emocionales, que ha encontrado en internet una comunidad que le ofrece algo que nadie más le da: explicación, pertenencia y dirección. El problema es que esas tres cosas van contaminadas por el desprecio, la rabia y la desconexión afectiva.

Los ‘incels’ son un síntoma, no una causa. Su existencia habla de una masculinidad que se ha roto y no sabe reconstruirse. Habla de adolescentes que sienten que no encajan, que no son vistos, que no son queridos. Y cuando nadie los escucha, escuchan a quienes gritan más fuerte, aunque esos gritos estén llenos de veneno.

Como adultos, el desafío no es solo detectar estas señales, sino ofrecer algo mejor: compañía, escucha, modelos sanos de afectividad masculina, educación emocional real. Porque si no les damos lenguaje para hablar del dolor, acabarán gritando desde el odio.

2. Los emojis como arma de doble filo

Durante el segundo episodio, cuando la policía analiza el móvil de Jamie, se menciona que las conversaciones con Katie contenían mensajes cifrados. Se habla explícitamente del uso de emojis en los chats de clase. Aunque los adultos no comprenden el contenido, los adolescentes lo tienen claro: los emojis son su código.

En concreto, se muestra una conversación en la que aparece una secuencia de símbolos: —aparentemente inofensivos, pero que en el contexto del lenguaje adolescente pueden traducirse como una propuesta sexual o una burla de tipo sexual. En la declaración de un compañero de clase, se menciona que “todos sabían lo que significaba”.

La serie muestra la desconexión generacional con crudeza: los padres y profesores no entienden lo que está pasando porque no hablan el mismo idioma que sus hijos. Pero ese idioma está a la vista de todos… solo hay que aprender a leerlo.

Un post viral en Facebook, compartido por miles de usuarios, enumera el “diccionario oculto” de estos símbolos. Es un ejemplo de cómo los jóvenes crean una comunicación paralela —casi hermética— para el mundo adulto. En la imagen de abajo puedes ver una traducción

3. Privacidad y vigilancia: cuando todo puede saberse

Uno de los elementos más inquietantes de Adolescencia es su retrato hiperrealista del proceso policial. Jamie es detenido tras un rastreo completo de su ubicación, historial de navegación, actividad en redes sociales y metadatos del móvil. Todo sin haber puesto un pie fuera del barrio.

El episodio inicial muestra cómo la policía revisa sus búsquedas: “¿cómo borrar conversaciones en Signal?”, foro Red Pill”. En otro momento, se accede al historial de geolocalización, revelando que estuvo cerca del parque donde se halló a Katie, aunque él lo niegue.

Este uso de la tecnología para reconstruir un caso realza un mensaje incómodo: los adolescentes creen que pueden ocultar sus pasos digitales, pero en realidad todo deja huella. Y al mismo tiempo, los adultos creen que tienen el control… pero no saben lo que están buscando.

La serie no cae en tecnofobia, pero lanza una advertencia clara: vivimos en un mundo donde la vigilancia es constante, y eso tiene implicaciones legales, éticas y familiares. Los padres deben enseñar a sus hijos no solo a proteger su privacidad, sino a usar conscientemente su libertad digital.

Conclusión: Nuestros hijos no son malos, pero viven en una sociedad herida

Adolescencia no pretende dar respuestas fáciles. No señala culpables únicos ni ofrece soluciones mágicas. Pero sí nos obliga a mirar con ojos nuevos una realidad que muchos prefieren ignorar: nuestros hijos crecen en un entorno saturado de estímulos, sobreinformación e influencias que escapan a nuestro control. Viven en una sociedad herida, y muchas veces, sin que lo notemos, esa herida se les va contagiando.

Muchos adolescentes actúan como pingüinos

Uno de los momentos más reveladores de la serie es cuando la psicóloga pregunta a Jamie: “¿Por qué hiciste lo que hiciste?” Y él, tras un largo silencio, responde: “Porque todos lo harían”. Esta frase, brutal y vacía, resume una de las verdades más incómodas: muchos adolescentes actúan como pingüinos, replicando lo que ven, lo que hacen otros, lo que se espera de ellos para no quedarse fuera del grupo. En biología, a esto se le llama comportamiento de arrastre. En la vida real, puede ser letal.

La adolescencia no es un delito. Es una etapa. Pero si no la acompañamos, puede volverse una sentencia. Y la buena noticia es que nunca es tarde para empezar a caminar con ellos.

Se ha señalado muchas veces que la palabra adolescencia procede del latín ‘adolescens’ (muchacho joven), que a su vez deriva de ‘adolescere’, es decir, “crecer”. Pero esta palabra también está vinculada a la raíz ‘doleo’, que significa “dolor”. Etimológicamente, por tanto, adolescencia une el crecimiento con el dolor: el hecho de adolecerse.

Y aquí la gran pregunta que la serie deja resonando:

¿Qué es lo que realmente les duele a nuestros adolescentes?

Responder a esta pregunta no les corresponde solo como padres, sino como sociedad. Pero los padres tienen el privilegio —y la responsabilidad— de ser los primeros en preguntar. No para vigilar, sino para estar. No para juzgar, sino para acoger.

fray Alfonso Dávila, OAR.

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