SANTA MISA EN EL V CENTENARIO DE LA EVANGELIZACIÓN Y CANONIZACIÓN DEL BEATO EZEQUIEL MORENO Y DÍAZ
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Faro a Colón, Santo Domingo
Domingo 11 de octubre de 1992
La conmemoración del V Centenario del comienzo de la evangelización del Nuevo Mundo, es un día grande para la Iglesia.
Como Sucesor del Apóstol Pedro tengo la dicha de celebrar esta Eucaristía junto con mis Hermanos Obispos de toda América Latina, así como miembros de otros Episcopados invitados, en esta bendita tierra que, hace ahora quinientos años, recibió a Cristo, luz de las naciones, y fue marcada con el signo de la Cruz salvadora.
Desde Santo Domingo quiero hacer llegar a todos los amadísimos hijos de América mi saludo entrañable con las palabras del apóstol san Pablo: “Que la gracia y la paz sea con vosotros de parte de Dios Padre y de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 1, 3). Al conmemorar el 12 de octubre de 1492, una de las fechas más importantes en la historia de la humanidad, mi pensamiento y mi afecto se dirigen a todas y cada una de las Iglesias particulares del continente americano. Que a pesar de la distancia llegue a todas mi voz y la cercanía de mi presencia.
Voz que abraza en el Señor a las Iglesias en el cono sur: Chile y Argentina, Uruguay y Paraguay. Voz de fraterno amor en Cristo a la Iglesia en Brasil, a las Iglesias de los Países andinos: Bolivia y Perú, Ecuador y Colombia. Voz de afectuosa comunión en la fe a la Iglesia en Venezuela, en Surinam, en las Antillas, en República Dominicana y Haití, en Cuba, Jamaica y Puerto Rico. Voz de paz en el Señor a las Iglesias de América Central y Panamá, de México y América del Norte. Junto con el abrazo fraterno a mis Hermanos en el Episcopado, deseo presentar mi cordial y deferente saludo al Señor Presidente de la República y demás Autoridades que nos acompañan.
Las palabras de Isaías, proclamadas en la primera lectura, “levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz” (Is 60, 1), nos presentan la gloria de la nueva Jerusalén. El profeta, a distancia de siglos, anuncia a Aquel que él ve como la Luz del mundo. De Jerusalén viene la aurora que resplandecerá en la plenitud del Misterio divino diseñado desde toda la eternidad. Su claridad se extenderá a todas las naciones de la tierra.
En efecto, hoy, reunidos en torno al altar, celebramos en Santo Domingo, en rendida acción de gracias a Dios, la llegada de la luz que ha alumbrado con esplendor de vida y esperanza el caminar de los pueblos que, hace ahora quinientos años, nacieron a la fe cristiana. Con la fuerza del Espíritu Santo la obra redentora de Cristo se hacía presente por medio de aquella multitud de misioneros que, urgidos por el mandato del Señor de “predicar la Buena Nueva a toda criatura” (Mc 16, 15), cruzaron el océano para anunciar a sus hermanos el mensaje de salvación. Junto con mis Hermanos Obispos de América, doy gracias a la Santísima Trinidad porque “los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios” (Sal 98 [97], 3). Las palabras del profeta se han hecho verdad y vida en este continente de la esperanza; por ello, con gozo incontenible, podemos hoy proclamar de nuevo: América, “levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria del Señor sobre ti ha amanecido” (Is 60, 1).
Y ¿qué mayor timbre de gloria para América que el de poder presentar a todos aquellos testimonios de santidad que a lo largo de estos cinco siglos han hecho vida en el Nuevo Mundo el mensaje de Jesucristo? Ahí están esa admirable pléyade de santos y beatos que adornan la casi totalidad de la geografía americana, cuyas vidas representan los más sazonados frutos de la evangelización y son modelo y fuente de inspiración para los nuevos evangelizadores.
En este marco de santidad se sitúa la presente canonización del Beato Ezequiel Moreno, que en su vida y obra apostólica compendia admirablemente los elementos centrales de la efemérides que celebramos. En efecto, en la reseña de su vida santa, así como de los méritos y gracias celestiales con que el Señor quiso adornarle –que hemos oído hace unos momentos al solicitar oficialmente su canonización– aparecen España, Filipinas y América Latina como los lugares en que desarrolló su incansable labor misionera este hijo insigne de la Orden Agustina Recoleta. Como obispo de Pasto, en Colombia, se sintió particularmente urgido por el celo apostólico que, como hemos oído en la segunda lectura de esta celebración litúrgica, hace exclamar a san Pablo: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?” (Rm 10, 14).
El nuevo Santo se nos presenta ante todo como modelo de evangelizador, cuyo incontenible deseo de anunciar a Cristo guió todos los pasos de su vida. En Casanare, Arauca, Pasto, Santafé de Bogotá y tantos otros lugares se entregó sin reserva a la predicación, al sacramento de la reconciliación, a la catequesis, a la asistencia a los enfermos. Su inquebrantable fe en Dios, alimentada en todo momento por una intensa vida interior, fue la gran fuerza que le sostuvo en su dedicación al servicio de todos, en particular de los más pobres y abandonados. Como Pastor profundamente espiritual y vigilante, dio vida a diversas asociaciones religiosas; y a donde no podía llegar en persona procuraba hacerse presente mediante la publicación, el periódico, la carta particular.
San Ezequiel Moreno, con su vida y obra de evangelizador, es modelo para los Pastores, especialmente de América Latina, que bajo la guía del Espíritu quieren responder con nuevo ardor, nuevos métodos y nueva expresión a los grandes desafíos con que se enfrenta la Iglesia latinoamericana, la cual, llamada a la santidad, que es la más preciada riqueza del cristianismo, ha de proclamar sin descanso a “Jesucristo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8). El Señor Jesús, que fue anunciado por primera vez a los pueblos de este continente hace quinientos años, nos trae la salvación, pues sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn., 6, 69). “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Ibíd., 3, 16). Es el Dios que ama al hombre hasta entregar su vida por él. Es el Dios encarnado, que muere y resucita. ¡Es el Dios Amor!
Hoy, junto con toda la Iglesia, elevamos nuestra acción de gracias por los cinco siglos de evangelización. En verdad se cumplen las palabras del profeta Isaías, que hemos escuchado: “Se estremecerá y se ensanchará tu corazón porque vendrán a ti los tesoros del mar” (Is 60, 5). Son las riquezas de la fe, de la esperanza, del amor. Son “las riquezas de las naciones” (Ibíd.): sus valores, sus conocimientos, su cultura. La Iglesia, que a lo largo de su historia ha conocido pruebas y divisiones, se siente enriquecida por Aquel que es el Señor de la historia. América, ¡abre de par en par las puertas a Cristo! Deja que la semilla plantada hace cinco siglos fecunde todos los ámbitos de tu vida: los individuos y las familias, la cultura y el trabajo, la economía y la política, el presente y el futuro.
En esta solemne efemérides, quiero dirigir mi mensaje de paz y esperanza a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que en este bendito continente caminan entre los gozos y las tristezas del presente y aspiran a un porvenir más justo y fraterno.
A quienes tienen la responsabilidad del gobierno de las Naciones, con deferencia y respeto hacia las funciones que ejercen, les invito a un renovado empeño en favor de la justicia y la paz, de la libertad y el desarrollo integral. Que no ahorren esfuerzos para potenciar los valores fundamentales de la convivencia social: el respeto a la verdad, los vínculos de solidaridad, la tutela de los derechos humanos, la honestidad, el diálogo, la participación de los ciudadanos a todos los niveles. Que el imperativo ético sea un constante punto de referencia en el ejercicio de sus funciones. Los principios cristianos que han informado la vida de sus pueblos, inspirando muchas de sus instituciones, serán factor determinante en la consecución de la deseada integración latinoamericana e infundirán viva esperanza y nuevo dinamismo que les lleve a ocupar el puesto que les corresponde en el concierto de las Naciones.
A los representantes del mundo de la cultura, les aliento a una generosa puesta en común de inteligencias, voluntades y trabajo creador ante los retos con que se enfrenta América Latina en el momento actual. Motivando y estimulando la capacidad moral y espiritual de las personas, sois, en gran medida, corresponsables en la construcción de una nueva sociedad. América Latina ha de consolidar su identidad cultural y debe hacerlo desde sí misma, siendo fiel a sus raíces más genuinas en las que a lo largo de estos cinco siglos se han encarnado los valores cristianos. La cultura, como instrumento de acercamiento y participación, de comprensión y solidaridad, ha de abrir nuevos caminos de progreso y sentar las bases de un auténtico humanismo integral que eleve la dignidad del hombre a su verdadera e irrenunciable dimensión de hijo de Dios. Hago, pues, un apremiante llamado a los responsables de la cultura en América Latina para que intensifiquen sus esfuerzos en favor de la educación, que es llave maestra del futuro, alma del dinamismo social, derecho y deber de toda persona.
A los trabajadores y empresarios –desde sus respectivas responsabilidades en la sociedad– no puedo por menos de exhortarles a la solidaridad real y eficiente. Vuestro desafío en las actuales circunstancias ha de tener como objetivo común el de servir al hombre latinoamericano en sus impostergables necesidades: luchar contra la pobreza y el hambre, el desempleo y la ignorancia; transformar los recursos potenciales de la naturaleza con inteligencia, laboriosidad y constancia; aumentar la producción y promover el desarrollo; humanizar las relaciones laborales poniendo siempre a la persona humana, su dignidad y derechos, por encima de los egoísmos e intereses de grupo. Mirando el actual panorama de América Latina y, más aún, las perspectivas de futuro, se hace necesario sentar las bases para la creación de una economía solidaria. Hay que sentir la pobreza ajena como propia y convencerse de que los pobres no pueden esperar. Por su parte, los poderes públicos han de salir al paso de injustas diferencias que ofenden la condición humana de los hombres, hermanos e hijos de un mismo Padre y copartícipes de los dones que el Creador puso en manos de todos.
Aunque la Iglesia no pretende en ningún momento ofrecer soluciones técnicas, sí alienta la creación de un proyecto económico a nivel continental que, superando los aislacionismos, pueda presentarse como interlocutor válido en la escena internacional y mundial. Por otra parte, no puedo por menos de dirigir un urgente llamado a las Naciones desarrolladas para que enfrenten su responsabilidad moral ante la dramática situación de pobreza de millones de seres humanos en América Latina.
A las familias de América, santuarios del amor y de la vida, les exhorto a ser verdaderas “iglesias domésticas”, lugar de encuentro con Dios, centro de irradiación de la fe, escuela de vida cristiana, donde se construyan los sólidos fundamentos de una sociedad más íntegra, fraterna y solidaria. Que en su seno, los jóvenes, la gran fuerza y esperanza de América, puedan hallar ideales altos y nobles que satisfagan las ansias de sus corazones y les aparte de la tentación de una cultura insolidaria y sin horizontes que conduce irremediablemente al vacío y al desaliento. Deseo en esta ocasión rendir particular homenaje a la mujer latinoamericana que, generación tras generación, ha sido como el ángel custodio del alma cristiana de este Continente.
Finalmente, mi pensamiento y mi plegaria a Dios se dirige a los enfermos, a los ancianos, a los marginados, a las víctimas de la violencia, a los que no tienen empleo ni vivienda digna, a los desplazados y encarcelados; en una palabra, a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu. Que la conciencia del dolor y de las injusticias infligidas a tantos hermanos, sea, en este V Centenario, ocasión propicia para pedir humildemente perdón por las ofensas y crear las condiciones de vida individual, familiar y social que permitan un desarrollo integral y justo para todos, pero particularmente para los más abandonados y desposeídos. Vienen a mi mente aquellas palabras de Santo Toribio de Mogrovejo, Patrono del Episcopado Latinoamericano, en las que se declara profundamente dolido porque “no sólo en tiempos pasados se les ha hecho a estos pobres indios tantos agravios y con tanto exceso, sino que también en el día de hoy muchos procuran hacer lo mismo”.
Los sentimientos y la solicitud pastoral que reflejan estas palabras, pronunciadas por Santo Toribio en el III Concilio provincial de Lima de 1582, conservan hoy plena actualidad, queridos Hermanos Obispos de América Latina, que mañana iniciaréis los trabajos de la IV Conferencia General. Era el mandato del Señor de predicar el evangelio a toda criatura (cf Mc 16, 15) lo que movía al Santo Arzobispo a entregarse sin límites al anuncio del mensaje de salvación y a la defensa de los pobres. Hoy, los sucesores de los Apóstoles en esta tierra fértil, que recibió hace cinco siglos la palabra de Dios, se enfrentan a nuevos y apremiantes retos, pero sienten en su alma de Pastores los urgentes interrogantes de san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10, 14-15).
Se trata, amadísimos Hermanos en el Episcopado, de interrogantes fundamentales que interpelan a los Pastores de la Iglesia de todas las épocas. Responder a tales urgencias y desafíos, antiguos y nuevos, es ciertamente vuestra tarea prioritaria en el Continente de la esperanza y el objetivo esencial de la importante reunión eclesial que os disponéis a celebrar. Estamos congregados frente a este Faro de Colón, que con su forma de cruz quiere simbolizar la Cruz de Cristo plantada en esta tierra en 1492. Con ello, se ha querido también rendir homenaje al gran Almirante que dejó escrito como voluntad suya: “Poned cruces en todos los caminos y senderos, para que Dios os bendiga”.
¡“Jesucristo ayer, hoy y siempre”! (Hb 13, 8) Él es nuestra vida y nuestro único guía. Sólo en Él está puesta nuestra esperanza. Su Espíritu ilumina los senderos de la Iglesia, que hoy como ayer, le proclama Salvador del mundo y Señor de la historia. Nos sostiene la sólida certeza de que Él no nos abandona: “Yo estoy con vosotros siempre hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), fueron sus últimas palabras antes de ascender a su gloria. Jesucristo, luz del mundo, “camino, verdad y vida” (Jn 14, 6), nos guía por los senderos que pasan por el corazón de los hombres y por la historia de los pueblos para que en todo tiempo y todas las generaciones “vean la salvación de nuestro Dios” (Sal 98 [97],3).
Amén.
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