«Quien tiene el Espíritu Santo está dentro de la Iglesia que habla las lenguas de todos», dice San Agustín en su sermón 268 con motivo de la festividad de Pentecostés
La venida del Espíritu Santo en Pentecostés ha revestido de solemnidad para nosotros este día; es el quincuagésimo después de la resurrección, número que proviene de multiplicar los días de la semana por siete. Si contáis las siete semanas, hallaréis sólo cuarenta y nueve días, pero se añade la unidad para intimar la unidad. ¿En qué consistió la venida misma del Espíritu Santo? ¿Qué obró? ¿Cómo mostró su presencia? ¿De qué se sirvió para manifestarla? Todos hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Estaban reunidos en un lugar ciento veinte personas, número sagrado que resulta de multiplicar por diez el número de los apóstoles. ¿Cómo sucedió, pues? ¿Cada uno de aquellos sobre los que vino el Espíritu Santo hablaba una de las lenguas, unos una y otros otra, como repartiendo entre ellos las de todos los pueblos? La realidad fue distinta: cada hombre, un solo hombre, hablaba las lenguas de todos los pueblos. Un solo hombre hablaba las de todos los pueblos: he aquí simbolizada la unidad de la Iglesia en los idiomas de todas las naciones. También aquí se nos intima la unidad de la Iglesia católica difusa por todo el orbe.
Por tanto, quien tiene el Espíritu Santo está dentro de la Iglesia que habla las lenguas de todos. Quienquiera que se halle fuera de ella, carece del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se dignó manifestarse en Pentecostés en las lenguas de todos los pueblos para que el que se mantiene en la unidad de la Iglesia, que habla en todos los idiomas, comprenda que posee el Espíritu. Un solo cuerpo –dice el apóstol Pablo-; un solo cuerpo y un solo Espíritu (Ef 4,4). Considerad nuestros miembros. El cuerpo consta de muchos miembros, y un único espíritu aporta vida a todos ellos. Ved que, gracias al alma humana por la que yo mismo soy hombre, mantengo unidos todos los miembros. Mando a los miembros que se muevan, aplico los ojos para que vean, los oídos para que oigan, la lengua para que hable, las manos para que actúen y los pies para que caminen. Las funciones de los miembros son diferentes, pero un único espíritu unifica todo. Muchas son las órdenes, muchas las acciones, pero uno solo quien da órdenes y uno solo al que se le obedece. Lo que es nuestro espíritu, esto es, nuestra alma, respecto a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo respecto a los miembros de Cristo, al cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Cf Col 1,18). Por eso, el Apóstol, al mencionar un solo cuerpo, para que no pensásemos en uno muerto, dijo: Un solo cuerpo.Pero te suplico: -¿Este cuerpo está vivo? -Sí, vive. -¿De dónde recibe la vida? -De un único espíritu. Y un solo Espíritu.Centrad, pues, hermanos, la atención en nuestro cuerpo y doleos de los que se desgajan de la Iglesia. Cada uno de nuestros miembros realiza sus funciones mientras estamos con vida, mientras nos mantenemos sanos; si uno sufre por cualquier causa, todos los miembros sufren con él. Con todo, puesto que está en el cuerpo, puede sentir dolor, pero no puede expirar. ¿Qué es, pues, expirar sino perder el espíritu? Y ahora, si un miembro se separa del cuerpo, ¿le sigue, acaso, el espíritu? Se reconoce el miembro de que se trata: es un dedo, una mano, un brazo, una oreja; fuera del cuerpo tiene solamente la forma, pero no la vida. Lo mismo sucede al hombre separado de la Iglesia. Buscas en él el sacramento, y lo encuentras; buscas el bautismo, y lo encuentras; buscas el símbolo, y lo encuentras. Es la forma exterior; pero, si el espíritu no te vigoriza interiormente, en vano te glorías externamente del rito.
Amadísimos, mucho nos insiste Dios en la unidad. Tiene que haceros pensar el que, al principio de la creación, cuando Dios realizó todas las cosas, cuando creó los astros en el firmamento, y en la tierra las hierbas y los árboles, dijo: Produzca la tierra, y aparecieron los árboles y cuanto verdea; dijo: Produzcan las aguas los peces y las aves (Gn 1,20), y así se hizo; Produzca la tierra el alma viviente de todos los animales domésticos y fieras salvajes (Gn 1,24), y así acaeció. ¿Hizo Dios, acaso, de una sola ave todas las demás; de un solo pez, de un solo caballo y de una sola fiera los restantes peces, caballos y fieras salvajes? ¿No produjo, por ventura, la tierra abundantes cosas al mismo tiempo y empreñó muchos seres con múltiples fetos? Pero llegó a la creación del hombre y creó uno solo, y de ese uno, todo el género humano. Ni siquiera quiso hacer dos, varón y mujer, por separado, sino uno solo, y de ese primer hombre hacer una sola mujer (Cf Gn 1-2). ¿Por qué así? ¿Por qué el género humano toma comienzo de un solo hombre sino porque así se intima la unidad al género humano? También Cristo el Señor nació de sólo una mujer, pues la unidad es virginal: conserva la virginidad, mantiene la incorrupción.
El Señor mismo encarece la unidad de la Iglesia a los apóstoles. Se les aparece, ellos creen estar viendo un espíritu, se asustan, se les asegura de lo contrario y se les dice: ¿Por qué estáis turbados y suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos; palpad y ved que un espíritu no tiene huesos ni carne, como veis que tengo yo (Lc 24,38-39). Ved que, mientras ellos estaban todavía turbados por la alegría, toma alimento; no porque lo necesitase, sino porque así lo quiso; lo toma en presencia de ellos; contra los im?píos, les encarece la verdad de su cuerpo y la unidad de la Iglesia. ¿Qué les dice, pues? ¿No son éstas las cosas de que os hablé cuando estaba todavía con vosotros, a saber, que convenía que se cumpliese cuanto está escrito sobre mí en la ley, en los profetas y en los salmos? Entonces les abrió la inteligencia –dice el evangelio- para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: Así está escrito: convenía que Cristo padeciera y resucitase de entre los muertos al tercer día (Lc 24,44-46). He aquí nuestra cabeza, he aquí la cabeza: ¿dónde están los miembros? He aquí al esposo: ¿dónde está la esposa? Lee las tablas matrimoniales; escucha al esposo. ¿Buscas la esposa? Escúchalo a él: nadie le quita la suya, nadie le introduce una extraña. Escucha lo que te diga él. ¿Dónde buscas a Cristo? ¿En las fábulas humanas o en la verdad de los evangelios? Padeció, resucitó al tercer día, se manifestó a sus discípulos. Ya lo tenemos a él. ¿Dónde la buscamos a ella? Preguntémoselo a él: Convenía que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día (Lc 24,26). Esto ya ocurrió, ya está a la vista. Dinos, Señor; dínoslo tú, Señor, para que no nos equivoquemos: Y que en su nombre se predique la penitencia y el perdón de los pecados por todos los pueblos, comenzando por Jerusalén (Lc 24,27). Comenzó por Jerusalén y llegó hasta nosotros. Está tanto allí como aquí, pues para venir hasta nosotros no se alejó de allí; se trata de expansión, no de migración. Esto lo intimó luego después de su resurrección. Vivió con ellos cuarenta días; a punto de subir al cielo, nos encomendó la Iglesia otra vez. El esposo, listo para emprender el viaje, confió su esposa a sus amigos, no para que entregue su amor a alguno de ellos, sino para que siga amándolo a él como a esposo, y a ellos como a amigos del esposo, pero a ninguno de ellos como a esposo. De esto se preocupan con celo los amigos del esposo, y no permiten que pierda su virginidad en aras de un amor lascivo. Un amor de este estilo sería odio. Considerad ahora al celoso amigo del esposo: cuando ve que la esposa se entrega, por así decir, a la fornicación en brazos de los amigos del esposo, dice: Oigo decir que hay cismas entre vosotros, y en parte lo creo (1Co 11,18). Los de Cloe me han comunicado, hermanos, que hay entre vosotros discordias y que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso ha sido crucificado Pablo por vosotros o habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? (1Co 1,11-13) ¡Oh amigo! Él rechaza de sí el amor de una esposa que no es suya. No quiere ser amado como si fuera el esposo, para poder reinar con el esposo. Se nos ha confiado, pues, la Iglesia. También, cuando ascendió al cielo, les dijo a quienes le preguntaban acerca del fin del mundo: Dinos cuándo sucederán estas cosas y cuál será el momento de tu venida (Mt 24,3). Él respondió: No os corresponde a vosotros conocer el momento, que el Padre se ha reservado en su poder (Hch 1,7). Escucha lo que te enseña el maestro, ¡oh discípulo!: Pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros (Hch 1,8). Y así sucedió: a los cuarenta días ascendió al cielo, y he aquí que hoy, con la llegada del Espíritu Santo, que los llenó a todos, hablan las lenguas de todos los pueblos. Una vez más se nos encarece la unidad mediante las lenguas de todos los pueblos. Nos la encarece el Señor al resucitar, Cristo al ascender al cielo, y la confirma hoy el Espíritu Santo que viene.
San Agustín – Sermón 268, festividad de Pentecostés