En un contexto como el actual donde los cambios son vertiginosos y contamos con pocos momentos para reflexionar, me pregunto si cabe interrogarse por la orientación que va tomando nuestra vida. Dicha orientación, ¿es fruto de decisiones bien elaboradas, resultantes de un ejercicio mental? ¿es fruto de las elecciones de otros, de quienes parecen decidir por nosotros, sean políticos, tecnócratas, o simplemente de las grandes corporaciones de nuestro tiempo? ¿o es fruto de nuestro controvertido mundo psíquico-emocional, que parece tener más fuerza de la que sospechamos? Quizá orientamos nuestra vida hacia un determinado fin movidos por todos estos factores. Sin embargo, la mayor parte de las personas cree que el trazado de la vida se debe a decisiones que tomamos solamente con la cabeza, prescindiendo de cualquier referencia al complejo mundo psico-afectivo, como si no contara en absoluto; aunque muchos otros se decantan por el determinismo más duro: ¡Todo está bajo el control de los dueños del mundo!
Creo que entre unos y otros la alternativa cristiana hace lugar a la acción del Espíritu en el ser humano, entendido integralmente, es decir, un ser en el mundo que es carne, emociones, afectos, al mismo tiempo, un ser espiritual y un ser social.
San Agustín llegó a tener bastante claro esto, aunque no sin dificultades y en un contexto nada fácil como el que le tocó vivir. En lo personal, sus palabras y el testimonio de su vida me ayudan a tomar conciencia de la importancia de nuestros afectos en lo que él llamaba el camino, o también la navegación, de nuestra vida (doctr. chr. I,10,10). La afectividad del ser humano tiene un peso enorme en las decisiones que tomamos. Para san Agustín el dirigirse a Dios -orientación fundamental de la vida del hombre y la mujer, seres creados para Él- es un camino del corazón, un corazón que necesita ser purificado porque el pecado lo ha dañado y que tiene, al mismo tiempo, al mismo Cristo como camino (cf. Jn 14, 6): «Estamos en el camino; pero como este camino no es camino de piedra, sino de deseos, el cual estaba obstruido por una valla de espinas, es decir, por la malicia de los pecados pasados, ¿qué cosa pudo hacer con más generosidad y bondad el que quiso hacerse a sí mismo camino por donde transitáramos, sino perdonar los pecados a los que vuelven a Él, y, crucificado por nuestra salud, arrancar esos obstáculos tan arraigados que nos impedían la entrada en el camino del cielo?» (doctr. chr. 1,17,16).
El camino de la vida se recorre no tanto por los pasos que damos cuanto por los movimientos del corazón. En todo momento nos arrastra el amor que es nuestro peso: «Mi peso es mi amor (pondus meum, amor meus…), él me lleva doquiera que soy llevado» (conf. 13,9). Ya sea que el objeto de nuestro amor sea sano o insano, nos realice como personas o nos enferme, es nuestro peso, es nuestra verdadera fuerza motora. Por otra parte, palpamos con ello la paradoja de la libertad: con ella puedo ser feliz o infeliz, llegar a ser lo que Dios ha soñado conmigo o frustrar dicho sueño.
Agustín, compañero de camino de muchos creyentes a lo largo de la historia, supo de los avatares del corazón, de las innumerables dudas sobre aquello que debía amar. En su itinerario lleno de nombres de personas y de lugares comprendió que el ritmo del camino lo trazaban sus emociones, sus estados de ánimo, sus certezas y sus dudas. La hoja de ruta no la marcaban los lugares por los que pasó o vivió (Tagaste, Cartago, Milán, Roma, Hipona, etc.); la hoja de ruta de su biografía se reelaboraba a cada momento en su interior lleno de preguntas.
Por eso, quizá él te diría: cuando te traces metas en la vida, quizá sea poco que te preguntes cómo llegar o cómo alcanzarlas. Pregúntate más bien qué estás amando o a dónde te conduce lo que amas. Quizá descubras mucho más y se aclaren tus horizontes.
Bruno D’Andrea OAR
#UnaPalabraAmiga