El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 12 de enero.
Esta fiesta del Bautismo del Señor cierra el ciclo de la Navidad. A través de la conmemoración de los acontecimientos en los que el Hijo de Dios se manifestó como hombre, nacido de la Virgen María, hemos meditado sobre el gran amor de Dios hacia nosotros y sobre la gran dignidad de nuestra condición de cristianos. Las fiestas de la Navidad nos han dado la oportunidad de centrar nuestra atención en Jesús para reafirmar nuestra fe en él como nuestro Salvador. Hemos celebrado y renovado nuestro conocimiento de Jesús, Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Él no se aferró a su condición divina, sino que se humilló a sí mismo para hacerse criatura como nosotros y de ese modo elevarnos hasta la dignidad de herederos de la vida eterna con Dios para siempre. La fiesta del bautismo del Jesús pertenece también al ciclo de la Navidad. Aunque Jesús ya no es un niño, sino un adulto a punto de comenzar su ministerio profético y sacerdotal, su bautismo fue un acontecimiento de revelación. Dios nos dio a conocer a Jesús como su Hijo amado en quien había puesto su complacencia. Dios nos presenta a su Hijo para que creamos en él, confiemos en él, lo reconozcamos como nuestro Señor y Salvador.
El profeta Isaías pertenece al Antiguo Testamento. Sin embargo, a través de él Dios nos habla de su siervo Jesús, que cumple su voluntad y será luz de las naciones: Miren a mi siervo a quien sostengo, a mi elegido, en quien tengo mis complacencias. En él he puesto mi espíritu para que haga brillar la justicia sobre las naciones. Se oyen aquí y allá palabras que dan a entender que Jesús es un líder religioso más, a la par de otros fundadores de religiones como Buda o Mahoma. Dicen algunos que cada pueblo tiene su religión y que no hay que preocuparse por dar a conocer el evangelio a quienes no lo conocen, porque Dios sabe conceder su salvación a cada uno según sus propios caminos. Si estas palabras fueran ciertas, sería un despropósito y un absurdo que Dios hubiera enviado a su Hijo a este mundo a morir en la cruz, cuando había ya tantos otros caminos de salvación disponibles. Por eso, la convicción cristiana auténtica es la que se expresa en las palabras de san Pedro ante el Sanedrín: Nadie más que él puede salvarnos, pues solo a través de él nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra (Hch 4,12).
Y ¿de qué nos salva Jesús, que sea él el único que tiene la capacidad para salvarnos? Jesús nos salva principalmente de dos males que afligen a toda la humanidad y no solo a algunas personas o algunos pueblos. Jesús nos salva de la muerte y del pecado; del mal físico y del mal moral. Por mal físico entendemos todas aquellas cosas que amenazan la vida: en primer lugar, la muerte, que le roba todo sentido a la existencia, y luego también todas aquellas adversidades que nos hacen sentir la muerte por adelantado: la enfermedad y la pobreza, las frustraciones y calamidades. Jesucristo, con su victoria sobre la muerte por la resurrección, nos dice que la muerte no es el final, que no estamos hechos para morir, sino para vivir. Que todo el esfuerzo que ponemos en vivir con sentido, con fruto, con logros, no se frustra en la muerte, sino que florece y fructifica en Dios que nos rescata para la eternidad, si vivimos unidos a Jesús. Él también nos salva del pecado. Es decir, nos capacita para comenzar de nuevo cuando nos hemos implicado en hacer el mal, en ser agentes de destrucción y de ruina para nosotros mismos y para los demás. Cuando nos descubrimos como agentes del mal, pensamos que ya no merecemos vivir. Pero con su muerte en la cruz, Jesús nos habilitó para que pudiéramos recibir de Dios el perdón que nos permite comenzar de nuevo, como si nuestro pasado de maldad no existiera.
La muerte y el pecado son males universales, afectan a todos los hombres de todos los tiempos y culturas y Jesús es el único que ofrece salvación de esos males. Por eso el cristianismo es una religión que trasciende culturas, tiempos, naciones y lugares. Cuando sabemos que hemos quedado libres, entonces tenemos fuerza y voluntad para que nuestras acciones sean constructivas, para generar con nuestras obras esperanza, justicia, solidaridad. Cuando sabemos que los esfuerzos constructivos que realizamos en esta vida a partir de nuestra fe en Cristo no se pierden en la nada, sino que nos construyen como personas y nos hacen idóneos para la eternidad de Dios, entonces contribuimos también al bien común. Porque Cristo es el fundamento que hace posible un mundo nuevo, por eso Dios le dice: Te llamé, te tomé de la mano, te he formado y te he constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas. Jesús abre nuestros ojos cuando nos ilumina con la luz de su Palabra, nos saca de la prisión cuando nos libera del pecado; nos arranca de las tinieblas cuando nos libera de la muerte.
La segunda lectura de hoy nos cuenta lo que ocurrió cuando por primera vez de manera explícita y deliberada Pedro anunció el evangelio de la salvación a Cornelio. Este hombre era extranjero romano y militar; sin embargo, era también un hombre sensible para las cosas de Dios y buscador de la verdad. Había llegado a Israel para someter a los judíos militarmente, pero se dejó conquistar interiormente por el Dios de los judíos. Comenzó a conocer al Dios de Israel, a interesarse por sus enseñanzas y por sus promesas. Instruido por Dios mismo, decidió llamar al apóstol Pedro para escucharlo. Y Pedro le anunció a Jesucristo, y mientras hablaba, el Espíritu Santo descendió sobre Cornelio, su familia y los que estaban con él. Por eso Pedro exclamó con las palabras de la segunda lectura de hoy: Ahora caigo en la cuenta de que Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que fuere. Hoy es un día para alegrarnos y agradecer que somos afortunados, porque hemos tenido quien nos enseñe a conocer a Cristo y hemos sido bautizados en el nombre de la Santísima Trinidad. Cuando Cristo se dejó bautizar por Juan, el cielo se abrió, para restablecer la comunión entre Dios y los hombres. El cielo está abierto para nosotros, para que, unidos a Jesús por la fe y los sacramentos, venzamos el pecado y la muerte, nos dediquemos a hacer el bien en este mundo y así alcancemos la vida con Dios para siempre.