En este artículo, el autor, profesor de religión en la Ciudad de los Niños, en Costa Rica, reflexiona sobre la educación en interioridad y el método para que los jóvenes se sientan atraídos a encontrarse a sí mismo y escuchar la voz de su Maestro Interior.
Hay quien dice que hablar con uno mismo es cosa de locos, o que incluso hablar en voz alta consigo mismo es algo de lo cual se debe de sentir vergüenza. Nadie reconoce en público hacerlo y es motivo de burla. Lo curioso es que todos en el fondo lo hacemos diariamente de una u otra manera. Hubo, en una ocasión, una persona que acostumbraba manejar con el manos libres de su celular puesto para que quienes pasaran a su lado no sospecharan que en realidad iba hablando consigo mismo ordenando sus pensamientos. En suma, es un hecho que no es algo normal hablar solo. Comunicarse con uno mismo es cosa solo de locos y por eso nos llenamos de música, de ruidos, de Netflix, de Facebook o de “la vida, obra y milagros de las demás personas”.
¿Y qué hay de nuestras relaciones personales? Un hecho que damos por normal y corriente es ese deseo que experimentan las parejas por encontrar momentos de soledad, de paz, de sencilla intimidad y felicidad. Ellos se caracterizan por una auténtica sinceridad y transparencia del uno con el otro; tanto así que las parejas que tienen pocos o ningún momento para experimentar estos ratos de profundidad y de mutuo conocimiento, rápidamente comienzan a experimentar numerosos problemas en su relación.
Pero… ¿A qué se quiere llegar con todo esto? A la constatación de que el ser humano le teme a su propia soledad, a su propia intimidad, pero al mismo tiempo la necesita y no puede vivir sin ella. Frente a este dilema, la espiritualidad agustiniana ha insistido en el valor fundamental de la interioridad. Se entiende por interioridad a la actitud fundamental de la vida que opta por las capacidades y valores del mundo interior de la persona. Es allí, en su interior, donde el ser humano toma conciencia de su propio ser y donde nacen las convicciones más fundamentales. Pero hay otro elemento fundamental: la interioridad es el lugar donde encuentro la presencia de Dios que habita en mí, allí en lo más íntimo y en lo más fundamental. De hecho el mismo Agustín, reconociendo su vida y su historia ante la mirada misericordiosa de Dios, afirma “porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío” (Conf 3,11). ¿Por qué entonces nuestra mayor necesidad supone en muchas ocasiones nuestra mayor fuente de miedo e inseguridades? Quizás porque emprender el viaje al interior de nuestra alma implica también desapegarnos de nuestros apegos y seguridades más terrenales, que, aunque falsas e insuficientes, parecen a veces un poco más seguras que las que no podemos ver.
Esta realidad tan existencial, la experimentamos con mayor intensidad quienes nos vemos día a día ante el reto de educar a los jóvenes y niños, quienes, en sus etapas más llenas de ideales e ilusión, se enfrentan a una cultura y una sociedad que promueve y premia la dispersión, las distracciones, el aislamiento, el individualismo y la superficialidad. Esta misma sociedad hipócritamente castiga también el pensamiento crítico, la reflexión, la razón, la auténtica fraternidad, la fe, las convicciones religiosas, la libre expresión y la creatividad. Por ende, ¿cómo hacer para educar desde la interioridad? Más aún, ¿es necesario? ¿acaso tiene sentido luchar a contracorriente? Lo cierto es que si vemos la teoría y la praxis, existen tantas formas de educar como educadores existen. Existe, por ejemplo, la educación conductista que privilegia la disciplina pero amarra la libertad y la creatividad; existe la escolástica, tan afanada por la verdad que olvida que ésta debe adherirse primero al corazón para ser vivida antes que predicada; y existe el constructivismo, que fomenta la cooperación y la participación pero a veces se confunde con un relativismo carente de reflexión y solidez; entre otros enfoques. ¿Por cuál método optar? ¿Cuál estrategia novedosa e innovadora implementar en nuestras aulas?
A lo mejor, para superar el reto de la dispersión, la solución no está en el método sino en nosotros los educadores. En una educación desde la interioridad, que hable desde la convicción por la verdad y desde la fuerza cognitiva del amor. Está en el reto de “seducir” al joven a encontrarse a sí mismo y escuchar la voz de su Maestro Interior, aquel que le habla a su vida como el amigo que comprende y el maestro que enseña para cuidar. Aquí es donde entramos -después de estos infinitos rodeos- al meollo del asunto. Educar desde la interioridad significa que, al conocerme a mi mismo, conoceré también a Dios pues “sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn. 3,2). A esto se refería san Agustín “Dios, siempre el mismo, ¡que me conozca a mi, que te conozca a ti!” (Sol II,1,1). Tal era la exclamación en sus Soliloquios, cuando entrando en un diálogo interno con su razón, san Agustín emprende una expedición hacia su interior en busca de alguna verdad a la que pueda aferrarse.
La interioridad no es una soledad que aísla, no es tampoco un retraerse y encerrarse en los temores propios. No es una “fuga mundi” contemporánea. La interioridad es una experiencia de encuentro con Dios y conmigo mismo, implica una cierta soledad, sí, pero una soledad que me regresa al corazón, una soledad que me vuelve hacia el centro de mi propio ser en donde encuentro mi verdadera identidad. Y quizás, esta es la mayor crisis que están viviendo nuestros centros educativos: estamos formando máquinas de producción, engranajes sociales, robots que realizan tareas, pero no estamos formando personas. Nos hemos olvidado de educar la mente y el corazón. Nuestros centros educativos están llenos de buenos funcionarios laborando en ellos, pero escasean los verdaderos testigos que arrastren con el testimonio, como llamaba san Pablo VI (cfr. Evangelii Nuntiandi, 41).
Educar desde la interioridad no es un método pedagógico sino una convicción fundamental. Educar, es enseñar a entrar a esa soledad que reconstruye mi mundo interior, y me reinventa constantemente, pues en ella me conozco más profundamente y descubro a Dios más vivo dentro y hace enardecer el corazón. Una soledad donde la misericordia de Dios encuentra un lugar para sanar las heridas. Precisamente por esto, el arte ha representado el corazón agustiniano como un corazón inflamado en llamas y en amor, un corazón que vibra en ansias y en deseo de reencontrarse consigo mismo. Es el corazón que vibra de emoción ante la voz de su Amado, el corazón que se alegra al escuchar al amigo llegar a casa, o el alumno que se siente maravillado ante un aprendizaje de esos que cambia el corazón del discípulo hacia la escucha y el diálogo con el Maestro Interior.
Nuestros centros educativos no deben limitarse a una educación que transmita sólo contenidos, o que solo enseñan una determinada disciplina. Educar desde la interioridad implica formar respondiendo a las inquietudes más profundas del ser humano y que solo regresando al corazón se encuentran. Nuestros centros educativos necesitan sobre todo maestros y testigos dispuestos, también, a escuchar al Maestro Interior con la misma atención que nosotros pedimos a nuestros estudiantes que nos escuchen.
Luis Daniel Víquez Chaves
Ciudad de los Niños – Costa Rica