San Nicolás de Tolentino es representado siendo abrazado por Jesús crucificado en el llamado ‘Milagro de Córdoba’, una historia en torno al santo agustino y la peste del siglo XVII.
Pablo Panedas OAR | Entre las varias representaciones de san Nicolás de Tolentino, hay una que sorprende de modo especial. Se la conoce como “El milagro de Córdoba”, en referencia a la ciudad española; aunque curiosamente en España –y aun en la propia capital andaluza– esta representación es poco conocida. Está más extendida en otros países, sobre todo en Italia, la patria del Santo.
En dicha escena aparece Nicolás arrodillándose delante de Cristo crucificado; un crucificado, sin embargo, en difícil equilibrio, al haber desclavado las manos para abrazar al fraile agustino.
Las crónicas se remontan al 7 de junio de 1602, durante una oleada de peste de las varias que diezmaron la ciudad de Córdoba. Ante aquel mal invisible y terriblemente letal, como último remedio, la población echó mano de los santos, organizando procesiones y rogativas.
Los frailes franciscanos sacaron en andas a un Cristo muy devoto que tenían. Y los agustinos, por su parte, no podían quedarse atrás. Su santo, Nicolás de Tolentino, había sido canonizado con el aval de más de 300 milagros y, con el paso del tiempo, se había hecho famoso como abogado contra la peste. En algunos lugares, se le representaba agarrando al vuelo las flechas que caían sobre la ciudad; así se imaginaban la peste en aquellos tiempos, que nada sabían de virus ni microbios.
Así que salieron las dos procesiones, ambas muy concurridas y, a lo que se ve, poco coordinadas. Porque fueron a coincidir en un punto del recorrido. Y entonces ocurrió el prodigio. A la vista del Señor crucificado, la estatua de san Nicolás dobló la rodilla en gesto de adoración. Y Cristo, a su vez, mostrando su predilección por el Santo, desclavó los brazos para rodearlo en un cálido abrazo.
El pasmo, desde luego, fue general. Y a una intervención divina tan evidente sucedió –claro está– otra no menos maravillosa: la cesación de la epidemia.
Escuela de Gaspar de Figueroa. Siglo XVII. Convento de San Agustín. Bogotá (Colombia)
Un abrazo a todo el pueblo cristiano
¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Nos dice algo hoy? ¿Puede darnos alguna lección en la crisis del coronavirus que padecemos?
Nada nos dirá si nos limitamos a ser simples espectadores. Mirando desde fuera, sólo veremos dos estatuas llevadas a hombros por fanáticos que se afanan en un ritual más o menos emotivo. Nos servirá de pasatiempo o, en el mejor de los casos, nos ilustrará sobre aspectos históricos, antropológicos, iconográficos… Y nada más.
Pero lo mismo podríamos conseguir admirando esas imágenes en un museo. Y ahora no se trata de una exposición, sino de una procesión, un acto de culto, un modo de oración. Y este contexto implica no quedarse al margen, no estar sentado a la orilla viendo pasar la corriente. Hay que entrar en las aguas y sumergirse en ellas.
“El milagro de Córdoba” expresa una experiencia espiritual que supone una visión de fe. Según esta visión, los participantes en este episodio no son dos, sino tres. Además de las imágenes de Cristo y del Santo que cobran vida, está todo el pueblo cristiano que las porta en andas. Y carga con ellas porque está sumido en una experiencia vital de sufrimiento, de zozobra. Experiencia que no puede menos que ver reflejada en las dos imágenes sacadas en procesión.
El Santo compasivo, sensible a pobres y enfermos que era Nicolás, recoge en sí toda la angustia y la súplica de los fieles cordobeses, que se ven desarbolados. Y esa necesidad hecha oración, el de Tolentino la ve representada, encarnada y sublimada en la figura martirizada de Cristo, varón de dolores que carga con el pecado y la amargura de todos los hombres. Y, en su gesto de doblar la rodilla en adoración, Nicolás expresa la valoración que el sufrimiento humano le merece: es algo valioso, que no puede banalizarse ni despreciarse; y mucho menos puede provocarse. Más aún, es algo sagrado, que el propio Dios hace suyo, dándole así una valencia redentora.
Todo eso lo recoge y rubrica el abrazo que Cristo da al Santo. No es una mera predilección personal. Ese abrazo es el gesto de acogida y aprecio de lo que Nicolás representa, de lo que es portador. Al abrazarlo a él, Cristo abraza a cuantos lo cargan, a toda la humanidad doliente: De un modo tan real como misterioso, recolecta todos los dolores, incertidumbres y desilusiones; toda la desesperación del que teme contagiarse; del que descubre con terror haber dado positivo; del que queda recluido en la habitación de su casa, o se ve aparcado en el corredor de un hospital, o intubado en una unidad de vigilancia intensiva. Cristo abraza, en fin, al que se encuentra en el trance supremo de la muerte en absoluta soledad, privado incluso de los lazos familiares, que le han sido cercenados.
Y este abrazo de Cristo lo transfigura todo. Porque el dolor y la muerte –con ser muerte– ya no tienen aguijón que pueda dañar (cf. 1 Cor 15, 55-57). Al contrario, ese abrazo transforma la muerte en puerta de acceso a la región de la Luz.
Vidriera de la parroquia de San Judas Tadeo. Agustinos Recoletos. Cali (Colombia)
No hay pasión inútil
Ni la peste de antaño ni el coronavirus de hoy son un sinsentido; ni el hombre –el de entonces o el actual–, una pasión inútil. El dolor que de la humanidad se eleva, converge en Dios Hombre sin que nada se pierda. Se cumple lo que el salmista imploraba: “Recoge, Dios mío, mis lágrimas en tu odre” (Sal 56, 8).
Este año 2020 nos ha tocado vivir la Cuaresma de una manera atípica como nunca habríamos imaginado. Pero muy posiblemente la estemos viviendo también de forma menos rutinaria, con más intensidad que otras veces. La Iglesia, en la liturgia, no ha dejado de meditar sobre el peregrinar de Israel por el desierto, mientras fuera de los templos recorría día a día otro desierto de desolación y muerte.
Esperemos que la Pascua litúrgica, que representa la liberación, nos traiga también el final de la pandemia. Y esperemos, sobre todo, que nuestros miles de muertos pasen a la Pascua definitiva.