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La esperanza en Dios

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 17 de abril.

Esta es la Octava de Pascua. Hoy llega a su plenitud esta semana excepcional, en la que, como si de un solo día se tratara, hemos celebrado la resurrección de Cristo. Este domingo se llama “de la misericordia”, pues Cristo resucitado se apiada de nosotros y nos devuelve la esperanza y la vida. La resurrección de Jesús es un acontecimiento que transforma nuestra manera de entendernos y de entender la realidad en la que vivimos. Cuando llegamos a captar la verdad de la resurrección, cuando comprendemos lo que Dios ha hecho en Jesús resucitándolo de entre los muertos, se nos plantea inevitablemente la pregunta: ¿qué debemos hacer? (Hch 2,37).

Es muy instructivo fijarnos detenidamente en la segunda lectura de hoy. El texto es un himno de alabanza y agradecimiento a Dios, que se desarrolla como un recuento de lo que Dios ha realizado. Al resucitar a Jesucristo de entre los muertos, nos concedió renacer a la esperanza de una vida nueva, que no puede corromperse ni mancharse y que él nos tiene reservada como herencia en el cielo. Es interesante ver cómo vincula la resurrección de Cristo con un cambio en nosotros. Al resucitar a Cristo de entre los muertos, Dios abrió nuestra vida a una nueva esperanza, nos hizo nacer a un modo nuevo de ver nuestro propio futuro, para verlo desde Dios y desde su amor por nosotros. La resurrección de Cristo produce en nosotros el nacimiento a una nueva esperanza cuando, cada uno acoge la verdad de la resurrección y comienza a comprender su vida desde ese nuevo horizonte creado por Dios. Ya desde ahora esa vida nueva se nos presenta como sólida y perdurable; no puede corromperse ni mancharse. La fe en Cristo y en Dios es la que nos da esa seguridad: Porque ustedes tienen fe en Dios, él los protege con su poder, para que alcancen la salvación que les tiene preparada y que él revelará al final de los tiempos. Esa vida nueva comienza en nosotros ahora, pero gracias a nuestra unión con Cristo, esa vida nueva no acabará con la muerte, sino que nos llevará a través de la muerte hasta la plenitud en Dios.

Esta esperanza se traduce en un sentimiento de alegría. La alegría es el sentimiento que acompaña al que sabe que participa ya en la salvación de Dios. Pero la alegría cristiana no es diversión o distracción; es más bien certeza de que nuestra vida está segura en Dios. Por eso esta alegría no disminuye ni siquiera frente a la adversidad y el sufrimiento. Alégrense, aun cuando ahora tengan que sufrir un poco por adversidades de toda clase. Nuestra vida en este mundo está marcada por muchas contrariedades. Las personas sufren por muy diversas causas: la pobreza y el hambre, la falta de oportunidades, la variedad de enfermedades. Muchos santos dan testimonio de haber mantenido la alegría en Dios a pesar de grandes sufrimientos, enfermedades y penalidades por las que tuvieron que pasar. Ahora padecemos la adversidad de la pandemia que ha resultado en la pérdida de trabajo, en el cierre de negocios y empresas, en la cancelación de planes, en la incertidumbre hacia el futuro. La pandemia ha significado enfermedad y muerte para muchos. San Pedro invita al creyente a mantener la alegría. ¿Es eso posible o justo? Cuando san Pedro escribió su carta, los cristianos padecían adversidades como el acoso social, las acusaciones falsas y calumnias, los encarcelamientos sin causa, las condenas a muerte.

Esas adversidades, dice san Pedro, sirven para purificar la fe. A fin de que la fe, sometida a la prueba, sea hallada digna de alabanza, gloria y honor, el día de la manifestación de Cristo. Porque la fe de ustedes es más preciosa que el oro, y el oro se acrisola por el fuego. Una de las cosas que más nos cuesta entender es el sufrimiento sin causa, las penas y dolores sin tener culpa, sobre todo cuando somos fieles a Dios. Pensamos que, si somos creyentes y obedientes a Dios, todo nos tiene que salir de acuerdo con nuestras conveniencias y gustos. Y no es así. Por eso es legítimo preguntarse, ¿qué sentido tiene en los planes de Dios para nosotros este sufrimiento por el que ahora pasa la humanidad? ¿Qué de bueno puede querer Dios sacar de tanto mal como el que padecemos actualmente? Si buscamos en las Escrituras una respuesta, allí siempre aparece que Dios espera sacar tres bienes del sufrimiento por el que pasan las personas y hasta la misma humanidad: uno es la conversión a él cuando lo hemos olvidado, otro es la consiguiente conversión de nuestros pecados y maldades y el tercero es el crecimiento en fe y santidad. Por eso debemos abandonar esa vida “como si no hubiera Dios” en la que hemos vivido para afirmar que Él es la realidad fundante; debemos dejar nuestras injusticias, violencia contra la vida, robos y corrupción para proponernos una vida moralmente justa; debemos renunciar a la vida encaminada a la frustración para llevar una vida santa, en unión con Dios y con Jesucristo de modo que nuestra confianza esté puesta solo en Él.

La primera lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles destaca que los primeros creyentes, cuando se convirtieron, cambiaron el modo de vivir. De la rivalidad pasaron a la fraternidad. Asistían todos juntos a la oración y a la fracción del pan; escuchaban y asimilaban la enseñanza de los apóstoles; compartían sus bienes hasta tener todo en común. Este modelo sigue inspirando todavía a aquellos cristianos que hacen opción por la vida consagrada y religiosa. Pero incluso quienes no hacen esa opción, cambian sus prioridades y criterios cuando comienzan a creer en Cristo resucitado. Manifiestan públicamente su fe por la recepción de los sacramentos en la Iglesia; transforman sus criterios morales de conducta para actuar con rectitud y justicia; aprenden a utilizar con sobriedad los bienes materiales pues su confianza debe estar puesta en Dios no en el poder humano; son solidarios y caritativos en el trato y en la relación con los demás.

En estos tiempos, el futuro es más incierto que nunca. La esperanza en Dios nos abre a un porvenir que va más allá del que calculamos con el calendario. Es el futuro que solo Dios nos da. A Cristo Jesús ustedes no lo han visto y, sin embargo, lo aman; seguros de alcanzar la salvación de sus almas, que es la meta de la fe. En el evangelio Jesús llama dichosos a los que creen sin ver y sin palpar. Que el Señor sostenga nuestra esperanza, nos conceda perseverancia en la adversidad y mantenga su alegría en nuestro corazón.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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