El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 10 de mayo.
Comencemos esta homilía con un saludo y oración por las madres guatemaltecas en este día que honra su misión y dignidad. Sin quitar méritos a la maternidad, pienso que la celebración del día de la madre y el del padre en forma separada transmite un mensaje equivocado. No hay madre sin padre. Ambos días debería estar juntos. Este asunto de celebrarlos separados posiblemente tenga razones comerciales y seguramente refleja un hecho sociológico, que numerosas familias se organizan en torno a la madre, en ausencia del padre. Lamentablemente padres y madres con frecuencia van cada uno por su lado en la vida real, cuando debieran estar juntos. Por eso son frecuentes los casos de la familia organizada alrededor de la mujer, de la madre sola, cuyos hijos les mostrarán un agradecimiento especial. Otras muchas madres sí han logrado formar una familia junto con su esposo, con sacrificio y abnegación. Damos gracias a Dios. Que esta fiesta nos haga pensar en nuestras madres vivas o difuntas con agradecimiento y nos recuerde la importancia de la familia. Dios las bendiga, madres.
Hoy es 5° Domingo de Pascua. En este domingo y el próximo la Iglesia nos propone pasajes evangélicos tomados de los así llamados discursos de despedida de Jesús en el evangelio de San Juan. Este año nos propone pasajes tomados del capítulo 14. En esos discursos Jesús se despide de sus discípulos, les da recomendaciones para cuando su presencia ya no sea en el cuerpo mortal, sino sea una presencia invisible, mediada por la acción del Espíritu. Jesús propone, en estos discursos, enseñanzas de espiritualidad cristiana, de vida interior, de vida de los discípulos en Dios y con Dios. Jesús nos enseña las dinámicas de la vida nueva que se nos ha dado gracias a su resurrección. Aunque Jesús propone estas enseñanzas antes de morir, versan en realidad sobre las consecuencias de su muerte y resurrección, de su exaltación, en la vida de nosotros sus discípulos.
Jesús comienza anunciándoles claramente la inminente separación: No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se lo habría dicho a ustedes, porque voy a prepararles un lugar. Esta frase es quizá la más importante, la que más nos cuestiona. Voy a prepararles un lugar junto al Padre en una de las numerosas moradas. Al escuchar las palabras de Jesús de inmediato debemos preguntarnos. ¿Y acaso quiero yo ir a esa morada que Jesús quiere preparar para mí? ¿Deseo esa morada? ¿O nos ofrece Jesús algo que no queremos, o que ni siquiera nos entusiasma? A veces nos dan regalos, y nos preguntamos, ¿y para qué quiero yo esto, para qué me sirve? ¿Nos pasa lo mismo con el regalo de Jesús? Jesús supone que nuestra morada definitiva no está en nosotros mismos, sino en Dios. Jesús supone que, si bien vivimos en este mundo y debemos ocuparnos por tantas cosas de este mundo y esta vida, nuestro deseo está puesto en Dios, nuestro anclaje está fijo en Dios.
¿Está? Esta pandemia que estamos viviendo pone en evidencia el lugar que ocupa Dios en nuestra sociedad y en nuestras prioridades. Las autoridades sanitarias no consideraron que el culto a Dios fuera de primera necesidad, como los alimentos, las medicinas o el servicio bancario. Pero tampoco he visto reclamos de parte de los ciudadanos católicos a las autoridades civiles para darles a conocer que al menos algunos necesitamos participar presencialmente en la liturgia y recibir los sacramentos como expresión corporal de nuestra adhesión a Dios. Nos contentamos con una transmisión virtual. Apostamos por un Dios sin riesgo de contagio y de muerte. ¿Prudencia? Concedamos que sí. ¿Esperanza muy grande en la capacidad de vencer el virus con solo confinamiento y lavado de manos? Seguramente que también. Pero creo que poco a poco todos, también las autoridades, iremos dándonos cuenta de que hay que aprender a vivir con el riesgo permanente de contagio, ocupándonos de las cosas de este mundo, pero con la mirada puesta en el Dios que nos prepara una morada más allá de la posible muerte por contagio. Cuando se nos permita otra vez la participación de algunas personas en la liturgia, será con muchas precauciones y condiciones. Pero este será el nuevo riesgo de la fe. Personalmente, la idea de morir asfixiado en un colapso respiratorio me llena de temor; pero el riesgo del contagio es el precio del servicio que prestamos a la primacía de Dios en nuestras opciones personales. El culto público a Dios manifiesta su importancia en la organización de la sociedad. Esto es tan importante que merece el riesgo del contagio, aunque nos cuidamos para evitarlo. Nadie se quiere morir, pero Dios merece el riesgo.
Volvamos al evangelio. Jesús continúa: Cuando me vaya y les prepare un sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. La pregunta que plantea esta declaración de Jesús es ¿de qué vuelta habla Jesús? ¿cuándo ocurrirá? ¿Cuándo nos llevará consigo para que estemos donde él está? Pensamos de inmediato en la segunda venida de Jesús al final de los tiempos. Y no es un pensamiento del todo equivocado. Pero en el evangelio de san Juan, Jesús raramente habla de esa venida futura. Más bien, en estos mismos discursos, dice que la morada que prepara junto al Padre la viene a poner en nosotros mismos. El próximo domingo escucharemos estas palabras: No los dejaré huérfanos; regresaré con ustedes. El mundo dejará de verme dentro de poco; ustedes, en cambio, seguirán viéndome, porque yo vivo y ustedes también vivirán. Reconocerán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes. El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él. (14,19. 20.23).
Ese es el misterio más hondo de la existencia cristiana: la Santísima Trinidad vive en nosotros y nos comparte su vida y su amor, más fuerte que la muerte. Pero solo a través de Jesús alcanzamos esa plenitud. Los discípulos no acaban de entender a dónde va Jesús y menos todavía cuál es el camino para llegar a ese destino. Por eso declara: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Jesús quiere decir: porque soy la verdad que ilumina la mente y la vida que supera la muerte, por eso soy el camino para llegar a Dios. Nadie va al Padre si no es por mí. Esa es la meta de Jesús y la nuestra. En Dios está nuestra esperanza y el sentido de nuestra vida. A Él debemos llegar y con Él debemos vivir para alcanzar plenitud.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)