El autor destaca en este artículo la faceta solidaria de San Agustín y sus enseñanzas, especialmente en la creatividad para atender a los necesitados.
Los momentos de dificultad e incertidumbre son propicios para la creatividad. A lo largo de la historia los retos han supuesto grandes oportunidades para hacer salir lo mejor de las personas, dando respuesta a multitud de problemáticas. Si miramos a los primeros siglos de la Iglesia, un grupo de personajes brilla con luz propia debido a sus numerosas aportaciones: los Padres de la Iglesia. Fueron ellos los que se enfrentaron a cuestiones y dificultades emergentes, planteadas por la moral y la teología, en medio de un ambiente convulsionado por persecuciones externas y conflictos internos producidos por herejías y cismas de la Iglesia postapostólica. Pero no sólo los planteamientos doctrinales estaban entre las prioridades de estos referentes de la fe católica, sino que también supieron afrontar las numerosas injusticias sociales y necesidades concretas de sus contemporáneos.
La historia ha destacado siempre a san Agustín como uno de los principales Padres de la Iglesia. Conocemos al obispo de Hipona por su genio creativo literario, su didáctica y, sobre todo, por su profundidad, coherencia y experiencia de Dios. Pero como pastor y guía de su comunidad, Agustín también supo estar del lado de los más necesitados haciendo uso de una destacada creatividad solidaria. Un primer ejemplo de ello es la creación y construcción del ‘xenodochium’, la casa de acogida o albergue para pobres y necesitados que san Agustín abrió en Hipona para atender sus necesidades fundamentales. Pero los pobres del tiempo de san Agustín no sólo padecían los efectos propios de la indigencia, como son el hambre y la carencia de bienes, sino que se veían amenazados por el peligro de los traficantes de esclavos, denominados en el latín de la época “mangones”. Estos traficantes de esclavos se dedicaban a recorrer las costas del Mediterráneo, particularmente del norte de África. Para conseguir esclavos, bien compraban por poco dinero a los hijos e hijas de las familias pobres, o bien los secuestraban. En respuesta a ello, a iniciativa de Agustín, la Iglesia de Hipona pagaba el rescate de estos esclavos para que recuperaran la libertad. Al igual que hiciera san Ambrosio en Milán, Agustín llegó a vender los vasos sagrados para socorrer al mayor número posible de personas necesitadas. Estaba convencido de que lo primero es la vida del ser humano, que es imagen de Dios mismo. En relación con ello habría que destacar la atención de Agustín a la infancia de la época, tantas veces olvidada o expuesta a los más diversos abusos y peligros en aquella época.
Otra iniciativa de interés es el banquete anual que Agustín ofrecía para los pobres de Hipona, con motivo del aniversario de su consagración episcopal. Como dirá en sus escritos, para Agustín, los pobres eran los “compauperes”, es decir los que son pobres como él mismo era pobre, ya que -como señala su biógrafo Posidio- nunca dejó de ser monje y de vivir con una gran austeridad y sencillez.
En el monasterio agustiniano nadie debía tener nada propio, sino que todo era común. Como monje que fue hasta el final de su vida, Agustín vestía como otro monje más, y si en alguna ocasión, como él mismo lo recuerda en uno de sus sermones, le regalaban algún ropaje vistoso y lujoso, no se lo ponía, sino que lo vendía y el fruto de la venta se distribuía entre los pobres.
Son sólo algunas pinceladas en la vida de un hombre al que conocemos bien por su faceta de pensador, teólogo o pedagogo, pero que también desarrolló una intensa labor social desde su creatividad solidaria.