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Dios, juez justo

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 19 de julio.

Acabamos de escuchar un texto tomado de la enseñanza de Jesús en parábolas, cuya lectura iniciamos el domingo pasado. Jesús cuenta tres parábolas, luego el evangelista explica que Jesús hablaba en parábolas por disposición de Dios anunciada en los profetas. Todo el conjunto termina con una explicación de la primera de todas las parábolas. La primera lectura tomada del libro de la Sabiduría nos da una especie de clave de lectura para la primera de las parábolas. Por eso comentaré primero este hermoso pasaje del Antiguo Testamento que nos ayudará a iluminar el sentido del texto evangélico.

El autor del libro de la Sabiduría eleva a Dios una oración como fruto de su reflexión del modo como, a lo largo de la historia del éxodo, Dios ha actuado siempre con misericordia, tanto para emplear la aspereza para provocar la conversión como la suavidad para alentar en la justicia. La oración es una alabanza a Dios por sus atributos y su modo de actuar. El Dios de esa oración y el que late en la primera parábola tienen los mismos rasgos.

La oración comienza por la declaración de fe fundamental de judíos y cristianos. Dios es uno y único. No hay otros dioses de modo que el Dios de Israel sea uno más entre muchos o incluso el mayor de todos. Él es el único que hay. Por eso, solo Él cuida de todas las cosas. No hay un dios del fuego, otro del agua, uno de la siembra y otro de la cosecha, uno de la montaña y otro de la cueva profunda. No. Todas las cosas están bajo su cuidado providente, porque las ha creado. Tampoco hay nadie a quien Dios tenga que rendirle cuenta de sus designios, de sus disposiciones, de sus acciones. Sin embargo, no es un Dios arbitrario que utilice ese poder de modo indiscriminado o caprichoso, pues es un Dios poderoso de tal modo, que su poder se ejerce como justicia. Tu poder es el fundamento de tu justicia. Mientras que, entre los humanos, la justicia tiene que moderar el ejercicio del poder para que no sea arbitrario; en Dios el poder da fuerza y operatividad a su justicia. Es más, por ser el Señor de todos, eres misericordioso con todos.

Precisamente porque Dios es el dueño de la fuerza, juzga con misericordia y nos gobierna con delicadeza. El hecho de gozar de poder absoluto incontestado no lo obliga a demostrarlo a cada paso y puede darse la oportunidad de juzgar con misericordia. Dios hace sentir su poder solo en un caso muy concreto: frente a aquellos que se resisten a reconocerlo como Dios y pretenden oponérsele, ignorarlo o peor todavía ocupar su lugar. Tú muestras tu fuerza a los que dudan de tu poder soberano y castigas a quienes, conociéndolo, te desafían. Lo dice con otras palabras la Virgen María en su cántico: Dispersó a los de corazón altanero, derribó a los potentados de sus tronos (Lc 1, 51-52).

Ese modo de actuar de Dios tiene dos consecuencias. Por una parte, nos enseña que el justo debe ser humano. La justicia no está reñida con la misericordia, el poder no tiene el propósito de destruir sino de levantar, la autoridad no tiene el propósito de imponer con arbitrariedad, sino de suscitar la obediencia de todos a la verdad y al bien. Por otra parte, ese modo de actuar de Dios suscita la esperanza, pues no es propio de Dios eliminar sin más al que delinque, ya que al pecador le das tiempo para que se arrepienta.

Esta es la clave para entender el sentido de la primera parábola. Es una parábola que funciona como una alegoría, en la que cada elemento del relato remite a una realidad en la historia de la Iglesia y del mundo. Un hombre sembró buena semilla en su campo. La buena semilla en esta parábola no es la palabra de Dios como en la parábola del sembrador. La buena semilla son los hombres y mujeres santificados por Cristo. El hombre que los siembra es Dios o Jesús, quien, gracias a su muerte y resurrección, a través de la fe y los sacramentos nos renueva, nos hace renacer a una vida nueva, nos establece en la santidad. Pero mientras los trabajadores dormían, llegó un enemigo del dueño, sembró cizaña entre el trigo y se marchó. El enemigo del dueño es sin duda Satanás. ¿Cómo siembra Satanás la mala hierba? Puesto que no hay nadie malo por naturaleza, la mala hierba que siembra Satanás son los que comenzaron a creer en Cristo, pero el diablo les arrebató la fe o la caridad y de ese modo, aunque están en convivencia con otros creyentes, comienzan a comportarse como paganos, como pecadores. Satanás aprovecha que los trabajadores del dueño del campo están dormidos para hacer su fechoría. Me pregunto si esos trabajadores no seremos nosotros mismos, los obispos y sacerdotes, que nos dormimos cuando no acompañamos, cuando no corregimos, cuando no animamos, cuando dejamos que el mal se apodere del corazón de quienes ya habían comenzado a creer en Cristo. Esos mismos trabajadores, después de que se despiertan, quieren entonces tomar medidas disciplinares, actuar con drasticidad: expulsar de la comunidad, sentenciar condenas. Cuando le preguntan al dueño del campo si quiere que arranquen la cizaña, les responde: No. No sea que, al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha. El temor del dueño de que se arranque el trigo al arrancar la cizaña manifiesta la esperanza de que en este mundo el pecador se vuelva justo. Destruir al pecador tan pronto se manifiesta tal no le da tiempo para convertirse. La indicación del dueño del campo de que dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha es también una advertencia contra todos los movimientos puritanos que pretenden que solo los santos tengan derecho de pertenecer a la Iglesia. En este mundo, en la comunidad de creyentes viven mezclados santos y pecadores. El juicio y la separación vendrán al final.

Cuando llegue la cosecha diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla; y luego almacenen el trigo en mi granero. Los segado-res son los ángeles que recogerán a los justos antes del juicio, como anuncia Jesús en otro lugar (Mt 24,31). El Dios misericordioso no es un dios de la impunidad a quien le dé lo mismo crimen que justicia. Es falsa la idea de que Dios es tan misericordioso que ante él hasta el criminal recalcitrante sale librado. El Dios paciente es también juez justo. Entonces los santos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Confiemos en Dios que espera con paciencia nuestra conversión y conservemos la fe, aunque haya pecadores en la Iglesia.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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