San Agustín alaba la grandeza de María y su asunción al cielo en el tratado que escribió. «Ella sola mereció aceptar el dar a luz a un Dios y hombre, hecha trono de Dios y palacio del Rey eterno», dice.
El 1 de noviembre de 1950 se publicó la Constitución Apostólica ‘Munificentissimus Deus’ la que el Papa Pío XII, basado en la tradición de la Iglesia católica, tomando en cuenta los testimonios de la liturgia, la creencia de los fieles guiados por sus pastores, los testimonios de los Padres y Doctores de la Iglesia, entre ellos san Agustín, y con el consenso de los obispos del mundo, declaraba como dogma de fe la Asunción de la Virgen María. La Iglesia y la familia agustiniana, como herederos del patrimonio agustiniano, han sido conscientes de la importancia que, para el Obipo de Hipona, tenía la Madre de Dios. En la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María, presentamos un acercamiento al pensamiento agustiniano sobre este tema.
Uno de los escritos atribuidos a san Agustín trata sobre la Asunción de Santa María Virgen. Tal y como el obispo de Hipona hace en numerosas ocasiones, en el inicio del tratado, antes de comenzar a desarrollar una cuestión, Agustín se pone en manos de Dios implorando que le «ilumine para hablar […] sin tropiezo de tanta santidad».
San Agustín parte de la fuente de la Palabra de Dios. Mantendrá que, en las mismas Escrituras, hay verdades de las que guarda silencio y no da razón. La Asunción de Santa María es una de ellas. En el desarrollo del tratado, el Obispo de Hipona mantendrá que no es cierto que el cuerpo de Santa María se haya convertido en polvo y que María está libre de la maldición de Eva. Se ha de creer -sostiene- que Cristo honró con ello a su madre. Su naturaleza es, sin duda, la misma que la de ella: hay unidad de gracia con Cristo, una especial unidad entre ambos.
En su homilía de la Solemnidad de la Asunción del 15 de agosto de 2006, el Papa Benedicto XVI se hacía eco de las palabras de Agustín: ‘»Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma’. Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.»
Con motivo de la Solemnidad de la Asunción de Santa María Virgen, invitamos a acercarse al tratado de san Agustín sobre la Asunción de María.
Para comprender lo que he de contestar a las preguntas acerca de la resolución temporal y la perenne Asunción de la Virgen y Madre del Señor, a ti, Dios Padre omnipotente, que mandas a las nubes y llueve, que tocas los montes y humean, que aras la tierra y germina, te imploro con voto suplicante que me ordenes lo que vaya a decir, me reveles lo que vaya a dar a conocer y me ilumines para hablar, pues es para mí venerable y para mi espíritu dignísimo de reverencia hablar, Señor, de tu Madre. Ella sola mereció aceptar el dar a luz a un Dios y hombre, hecha trono de Dios y palacio del Rey eterno, según lo que nos enseñaste por medio de tus santos patriarcas, profetas y apóstoles con parábolas y sermones. En ellos creemos y estamos seguros, pues tú, que no conociste el ser engañado ni el engañar, no nos engañaste cuando mostraste a tu Hijo, que se ha de encarnar, coeterno y consustancial a ti y encarnado por medio del seno de la Virgen, del que tomó la carne, el que creó contigo todo lo corporal, el autor de la cooperadora y Dios hecho hombre del hombre al tomar de ella la naturaleza, no el origen por medio del Espíritu Santo, que en ella santifica, purifica y limpia el seno humano para concebir a tu Hijo, cuya virtud de gracia y dignidad no puede concebir el corazón ni la lengua puede cantar. No que no conviniera a Dios tal concepción y tal parto, el cual vino a redimir a los que quiso crear; crear principalmente con majestad, y redimir con humildad, tomando la santa naturaleza de la humildad de un cuerpo santificado y la inmaculada de un cuerpo inmaculado; pues la inefable gracia de santificación que presentó el que había de ser concebido, no la perdió cuando fue concebido y nació. La eficacia, que en el cuerpo de la Virgen tuvo esta inefable gracia, sólo la conoce aquel que recibió la naturaleza de la suya, a la cual hizo. Por El te pido, Señor, que ya que por El otorgas todo lo bueno, y al otorgarlo lo escoges, que me concedas el don de hablar sin tropiezo de tanta santidad. Y aunque no se pueda tratar de todo tal como es, porque es imposible para toda lengua humana, sin embargo, lo que se trate, se dirá tal como es. Suene lo preciosísimo con verdadera preciosidad, lo santísimo con santidad cierta, lo inestimabilísimo con fidelísima verdad. Y como estas cosas sobrepasan el entendimiento humano, permanezca tu espíritu que nos lleva a la verdad de lo que se ha de decir para que, como se ha de hablar del cuerpo y del alma, que Él mismo santificó más allá de lo natural y al cual confirió la gracia, no se consienta en decir nada que le sea ajeno a ella, sino lo que es propio de ella, para alabanza y gloria tuya, Dios Padre omnipotente, para honor de tu Hijo nacido de la Virgen María y del mismo Espíritu Santo, Dios y Señor nuestro, con quien es para ti el reino y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.
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