Mons. Mario Alberto Molina, OAR comparte la Palabra de Dios de este Domingo 23 de agosto con un comentario a la Segunda lectura (Rom 11, 33-36) y al Evangelio (Mt 16,13-20)
La segunda lectura de hoy es la alabanza a Dios con la que san Pablo concluye su reflexión acerca de los designios de Dios en torno a Israel. Jesús, el Mesías de Israel, fue rechazado, hasta darle muerte en cruz, por gran parte del pueblo al que había sido enviado. Esa fue la oportunidad para que el evangelio se anunciara a los demás pueblos del mundo. Pero eso no significa que Dios abandonó a Israel, que lo rechazó. Dios permanece siempre fiel a sus promesas. Pablo vislumbra el día en que Israel reconocerá que Dios ha cumplido sus promesas en Jesús. Pero nosotros no sabemos los modos y formas por los que Dios llevará a cabo sus planes. De allí la alabanza: ¡Qué inmensa y rica es la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Qué impenetrables son sus designios e incomprensibles sus caminos!
Esta exclamación y alabanza también pueden surgir en nuestros labios al considerar los designios de Dios en la propia vida personal, en los acontecimientos de la historia local y mundial. Muchas veces observamos con una mirada superficial los acontecimientos que articulan la historia personal y mundial. Intentamos explicarlas con criterios políticos, económicos, culturales. Son las explicaciones que encontramos en los libros de historia, en los ensayos y artículos de quienes tratan de explicar por qué suceden las cosas según las razones de este mundo. Pero la mirada de fe nos invita a buscar en los acontecimientos de la vida personal, nacional y mundial su sentido y dirección según los designios de Dios. San Pablo lo explica así: En efecto, todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por él y todo está orientado hacia él. A él la gloria por los siglos de los siglos. Esto significa que, aunque no entendamos claramente el porqué de las cosas, la fe nos invita a aprovechar cada episodio histórico para encontrar a Dios. No entendemos qué sentido tiene esta pandemia que padecemos. Desde el punto de vista humano nos preguntamos si este es un virus fabricado o si el origen fue natural; si los primeros contagios fueron por accidente o fueron provocados; nos preguntamos cuándo terminará, cómo quedará la economía y la vida social, qué oportunidades se perderán, cómo será la vida, si tardamos años en controlar la expansión del virus. Pero más allá de la búsqueda de estas explicaciones naturales, Dios nos invita a vivir estos momentos como oportunidad para acercarnos a él, con la seguridad de que él nos acompaña a lo largo de este sufrimiento y de estas limitaciones, y que este momento es una oportunidad de crecimiento en santidad y caridad. Las pruebas son ocasión de conversión a Dios. Nuestra vida personal y la historia del mundo encontrará sentido solo en Dios. Hacia Él caminamos y en Él encontraremos nuestra plenitud.
Por otra parte, el pasaje evangélico que nos ha tocado leer hoy relata el conocido episodio de la confesión de Pedro. Jesús pregunta a sus discípulos acerca de su identidad con una doble pregunta. Primero se establece el contexto. ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Luego, en medio de las respuestas tan diversas y aproximadas, Jesús plantea la segunda pregunta: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? En nombre de todos responde Pedro con palabras que expresan la fe de la Iglesia: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Esta respuesta significa: Tú eres el enviado de Dios esperado por el pueblo de Israel, tú eres el descendiente de David prometido como salvador, tú eres Dios con nosotros, tú eres Dios que vive en nuestra historia y la redime y la salva.
Esta declaración de Simón Pedro tiene consecuencias. Primero Jesús declara que esa confesión no es fruto de deducciones humanas, sino revelación del Padre. Para los discípulos en general, el acontecimiento en que se manifestó plenamente la identidad de Jesús fue su resurrección de entre los muertos. ¿Por qué en este relato Pedro, antes de la muerte y resurrección de Jesús, declara sobre Jesús algo que se conoció plenamente solo después de su resurrección? La respuesta más sencilla es que el evangelista recordó el episodio después de la resurrección e hizo explícito para sus lectores lo que Pedro realmente enseñó sobre Cristo después de la resurrección. Para los redactores de la Biblia y para nosotros los lectores, el pasado y el futuro se funden en el presente del relato, los tiempos se condensan y se traslapan. Por eso san Mateo relata la declaración de fe de Pedro con la densidad propia de los tiempos de la misión de la Iglesia.
La declaración de Simón tiene consecuencias. Jesús le cambia el nombre a Piedra. Su declaración de fe es verdadera y por lo tanto capaz de dar la firmeza y solidez sobre la que se construya la Iglesia. En algunos pasajes de las cartas de san Pablo, se afirma que la Iglesia se construye sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo la piedra angular (cf. Ef 2,20; Ap 21,14). La imagen hace alusión a la solidez de la verdad que Dios nos ha revelado, una verdad que no cambia con el tiempo, y mantiene su forma como la roca, que da solidez a la fe de los creyentes. En 1a carta de Pedro, 2,5, los creyentes somos piedras vivas, que obtenemos esa condición por nuestra unión con la piedra que es Cristo. Simón Pedro es quien primero recibió ese nombre que lo hizo fundamento de la Iglesia.
En el desarrollo histórico de la Iglesia, el potencial de sentido de este pasaje se ha ido manifestando poco a poco. Este pasaje ha sostenido e iluminado el despliegue de la función y misión del obispo de Roma. La muerte de san Pedro en Roma dio lugar a un desarrollo de la estructura de la Iglesia. A raíz de diversas controversias doctrinales, el obispo de Roma adquirió en los siglos V y VI, un papel de referencia doctrinal y de vínculo de comunión de los obispos del mundo. Por eso es misión del obispo de Roma actuar como signo de la unidad de la Iglesia, como garante de la integridad de la fe, como custodio de la doctrina recibida de sus antecesores. Cuando en la agitada historia del papado, el obispo de Roma no ha estado a la altura de esta misión, se ha debilitado la unidad de la Iglesia y ha crecido la confusión en la enseñanza de la fe y hasta en la vida moral de los fieles.
Por eso este es un día para orar por el papa Francisco. Para que su fe sea firme como la roca, su enseñanza clara como la luz y su actuación esté siempre encaminada a fortalecer la unidad de la Iglesia. El papa Francisco siempre pide que oremos por él. Este es el día para hacerlo con intensidad, para que el Señor lo asista en el cumplimiento de su misión.
Mons. Mario Alberto Molina, OAR
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