El autor reflexiona en este artículo sobre la situación posterior a la pandemia y la respuesta que los católicos deben dar a esta coyuntura.
Desde que, al menos en España, entramos en el Estado de Alarma decretado por el gobierno para tratar de detener la pandemia del coronavirus, la expresión «nueva normalidad» se nos ha hecho a todos familiar, aunque nadie sabe exactamente en qué consiste o consistirá cuando llegue esa nueva normalidad, si es que no ha llegado ya.
Dios quiera que sea algo más que mascarillas todo el tiempo y acostumbrarnos a vivir en régimen permanente de restricciones que nos reducen la movilidad y la cercanía. A esta «nueva normalidad» hemos integrado la desafortunada expresión distancia social. Más correcto sería decir distancia de seguridad, porque si algo hemos aprendido es que la distancia física, salvo en las residencias de ancianos, y ni en estas del todo, se ha neutralizado con la creatividad de mucha gente que ha encontrado la manera de neutralizar la lejanía. Hemos pasado del «abrazo limpio» al «codazo limpio». Y ya ni eso, porque la OMS dice que saludarnos chocando nuestros codos no cumple con el metro y medio de distancia marcado.
Desde que tuvimos que ponernos a encontrar formas y maneras de seguir en contacto con nuestras feligresías a través de las telemisas, las video conferencias por zoom y muchas horas al teléfono para poder preguntar a nuestras ovejas: ¿cómo estáis?, me ronda a mi en la cabeza la idea de que, o nos subimos a este tren, en el que me parece ya vamos muchos al final de su último vagón, o nos desconectamos del todo y decimos: hasta aquí he llegado.
La era post-COVID nos obliga a reinventarnos. Reinventar es el camino que han tomado, empresas, negocios, centros educativos, mostrando una genial creatividad que también nosotros tendremos que buscar. No sé qué cosas de la normalidad de siempre rescataremos para la nueva, pero lo que sí está para todos claro es que no volverá la vida a ser como era antes del virus.
A mi particularmente me han llamado gratamente la atención dos documentos de nuestra Iglesia, uno de la Sagrada Congregación para el Clero, la Instrucción, La conversión pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia, y el Nuevo Directorio de Catequesis elaborado por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización.
Supongo que, como todos los documentos eclesiales de calado, estos dos que acabo de señalar, estarían elaborados incluso antes de que empezara la pandemia, pero su lectura y reflexión en el contexto pandémico apunta muchas cosas que deberemos tener muy presentes en nuestra acción pastoral para responder a los retos que enfrentamos. Pareciera que fueron escritos para ofrecer un poco de luz en este momento un tanto caótico con el que tratamos de responder a una sencilla pregunta: ¿y ahora qué hacemos?
En ambos documentos he visto que de manera insistente se señala que ahora hay que hacer cambios tan profundos que demandan una auténtica conversión, no una metanoia epidérmica, sino incluso estructural, como se recalca en el primero de estos documentos. Decir que una conversión pastoral debe aventurarse a propiciar cambios estructurales en la parroquia es decir mucho, si vislumbramos su alcance. Parece que en lo adelante el concepto de prevalencia de la territorialidad en la parroquia va a quedar en segundo plano.
Ambos enfatizan la exigencia de familiarizarnos con las nuevas tecnologías, con el uso de internet en nuestra acción pastoral. Nos enfrentamos a un desafío que «se concentra en la nueva cultura con la que se encuentra, la digital».
También nosotros tenemos que reinventarnos. O entramos por aquí, o nos quedamos al margen.
Miguel Ángel Ciaurriz OAR